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La odiosa cultura del secreto

Ramiro Bejarano Guzmán
30 de marzo de 2013 - 11:00 p. m.

A quienes creían - y entre ellos me incluyo - que la Corte Constitucional iba a realizar a fondo el examen de constitucionalidad del esperpento de la ley de inteligencia que el gobierno de Juan Manuel Santos hizo aprobar en el Congreso, otra vez con el incondicional aval del Partido Liberal, han de saber que la alta corporación, con su sentencia C-540 de 2012, conocida apenas en la última semana, salió con un desilusionante chorro de babas.

La otrora defensora de los derechos humanos y de todas las garantías, cada día se le siente más a gusto militando en el oscurantismo, el confesionalismo y el recorte a los derechos ciudadanos.

En efecto, el parágrafo 4 del artículo 33 de la ley de marras, que regula lo relativo a la reserva de la información de inteligencia y contrainteligencia, trae una trampa que parece no haber sido advertida ni en el Gobierno, ni en el Congreso, ni en la Corte Constitucional, o si lo fue, prefirieron guardar imprudente silencio. Según esta disposición, la reserva de informaciones de inteligencia y contrainteligencia no obliga a los periodistas ni a los medios de comunicación, pero no en todos los casos, como sería lo deseable democráticamente, sino solamente “cuando ejerzan su función periodística de control del poder político”. En otras palabras, si un periodista o un medio conocen información de inteligencia o de contrainteligencia por el ejercicio de una actividad periodística que no tenga que ver con el control político, entonces en ese evento sí estarán obligados a mantenerla en reserva, es decir, no podrán divulgarla.

Para ser más claros, si un periodista de farándula por azar conoce un informe de contrainteligencia sobre “falsos positivos” o corrupción en un organismo de seguridad, ni él ni nadie más podrá divulgarlo porque no lo obtuvieron en ejercicio de actividad periodística de control político. Lo mismo le puede suceder a un reportero político si recibe esa misma información accidentalmente mientras se peluqueaba o tertuliaba en un café, porque esas no son actividades periodísticas ni de control político.

El riesgo, por supuesto, es todavía mayor, si se tiene en cuenta que un concepto tan gaseoso como el de la función periodística del control político, que no está definido en ninguna parte, puede ser interpretado caprichosamente por cualquier funcionario, de aquellos que suelen eludir las peticiones ciudadanas con artificios de pésima factura o inventarse demandas temerarias contra los medios, como la arbitraria contratadora Sandra Morelli. Fácil le quedará a un servidor público interesado en obligar a un medio o a un periodista a no revelar la información de inteligencia o contrainteligencia que haya llegado a sus manos, alegar que no la obtuvo en ejercicio de función periodística de control político, para por ese camino constreñirlo a no divulgarla o sancionar al comunicador que se atreva a hacerla pública.

La Corte ha debido declarar contraria a la Constitución esa condición de que la información de inteligencia y contrainteligencia en manos de periodistas está a salvo de la reserva sólo si se ha obtenido en ejercicio del control político periodístico. No haberlo hecho, ha dejado un boquete de insospechadas consecuencias que amenazará la libertad de información.

El presidente Santos ha sostenido recientemente que en su gobierno se respeta la libertad de expresión. Tiene una magnífica oportunidad de demostrarlo ahora, presentando un proyecto de ley que enmiende este y otros entuertos que tiene esta ley de inteligencia, que amenazan precisamente la libertad de expresión y las libertades públicas.

Adenda. Estremecedor el libro Lo que no tiene nombre de Piedad Bonnett, sobre el drama de su hijo. La pluma de la escritora nos ha entregado un desgarrador testimonio de la madre sacudida por la desgracia.

 

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