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La opinión, arma de guerra

Cristina de la Torre
13 de febrero de 2008 - 08:58 p. m.

No obstante el grado considerable de independencia que exhibió la marcha del 4 de febrero, los Wilson Borja repetirán que fue un montaje guerrerista del Gobierno, y los José Obdulio la considerarán resultado de la seguridad democrática. Mucho dependerá ahora de las interpretaciones interesadas y de la destreza para vendérselas al público. Que en ello se cifra la posibilidad de revisar políticas o de relanzarlas.

Ya se filtran indicios de que el Gobierno asume la protesta contra las Farc como tácita refrendación de apoyo a su ardoroso contendor de años, el presidente Uribe; y, en consecuencia, a un horizonte de guerra sin retorno. En esta perspectiva, el Presidente podrá darse por reelegido. Habrá cosechado el fruto de un gobierno montado sobre armas y artificios, tan estimados por iluminados que no pueden menos que plegarse a los designios de la Providencia para eternizarse en el poder.

Pero a tal hazaña habrían contribuido otros. Primero, las monstruosidades de las Farc. Las pruebas de “supervivencia” de secuestrados arrancaron al país de su letargo y lo lanzaron a las calles en grito unánime de rabia contra los villanos. Segundo, los insultos de Chávez y sus amenazas se estrellaron contra un Uribe inesperadamente digno, anverso calculado de su natural pendenciero y lenguaraz, para incubar un nacionalismo siempre funcional al poder del príncipe. Y, por último, el autogolpe del Polo, cuya vocación suicida le devolvió a la derecha el monopolio de la política.

Aturdido en sus ires y venires, todo ambigüedad y eufemismo, va feriando el Polo su capital político. Carlos Gaviria, primero en darle a la izquierda tres millones de votos, es su víctima suprema. Petro, De Roux, Navarro, le siguen camino del cadalso. Quiere Gaviria juntar el agua con el aceite. Pero no es dable la unidad con sectas despóticas, esclavas de un purismo propio de iglesias que se resuelve en la divisa increíble de no mezclarse con la masa. Si Uribe juega a la tiranía de las mayorías, éstas juegan a la tiranía de las minorías. Tanto peor.

Aprisionado el país en la disyuntiva mentirosa de escoger entre las Farc o el Gobierno perpetuo de Uribe, gana el Presidente por KO. Es que la marcha vino precedida de un espíritu pugnaz cultivado con esmero desde arriba, para involucionar a la ética de la acción intrépida y el atentado personal. Seis años disparando balas y consignas de guerra no habrán pasado en vano. Los conatos de linchamiento contra Piedad Córdoba no son sino sombra de extremos inconcebibles en señoras de su casa que hallaron micrófono expedito en alguna emisora para glorificar la masacre y el sicariato. En carta dirigida por estos días a El Tiempo, A. Mejía no justifica la liberación de Consuelo y Clarita, ni sacrificar la seguridad de 43 millones de colombianos por 45 ó 750 secuestrados; la guerra le parece un “mal menor”.

No hubo entre los millones de manifestantes llamados a la guerra, no. Pero ellos marcaron un punto de inflexión que el Presidente asumirá como carta blanca para decidir desde su Olimpo la suerte de Colombia, apenas perturbado —¡horror!— por una oposición desacreditada que se ahoga en su perplejidad. Acaso el cerco a las Farc ande ya en camino para “rescatar” a los secuestrados, por cerco o por asalto, así mueran en el intento. Su consejero de cabecera le recordará que el cerco representa “la esencia de la seguridad democrática”, que “paralizarse” o debilitar la ofensiva sería “traicionar su mandato”. Una hecatombe.

Pero nunca se sabe. Sobre todo cuando el destino de un pueblo depende por entero de la índole del príncipe, de su personalísima manera de entender la patria. Tantos decibeles ha alcanzado el tono del conflicto, que a lo mejor el Presidente se debate hoy en el dilema de entresacar el anhelo de paz que gravitaba en la marcha y sintonizarse con él; o bien, interpretarla como un plebiscito en su favor y porfiar en el uso de un recurso que a otros convirtió en dictadores: trocar la opinión pública en arma de guerra.

 

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