La orfandad, génesis de la corrupción

Valentina Coccia
14 de julio de 2017 - 02:00 a. m.

Durante estos días fríos y lluviosos pareciera que un sentimiento de abandono y conmiseración se posaran sobre la ciudad entera. El supuesto silencio de los fusiles de las FARC ha acallado el estruendo de la guerra, pero ha dado paso a que la corrupción, veneno intrínseco de nuestra sociedad, surgiera como una bilis negra desde lo más profundo de nuestra tierra, barruntando cada rincón del país, cada rostro esperanzado; ahogando con miseria y desesperanza a cada campesino, a cada madre, a cada trabajador honesto, a cada persona que camina por la calle. Es como si una intensa neblina se asentara sobre nuestro país, dejándonos la vista borrosa, ahogando nuestros sentidos, permitiéndonos vislumbrar a duras penas los rostros ajenos entre la bruma.

Mucho se ha hablado sobre los orígenes de la corrupción en Colombia. ¿Dónde comenzó? En la academia no se ha hecho sino indagar sobre quién es el culpable de esta crisis de valores, que hoy nos asalta llenándonos de amargura y desesperanza, abatiéndonos de rencor, impidiéndonos creer en la llegada de la paz. Muchos se indignan, hablando de que somos corruptos desde casa, pasándonos el semáforo en rojo, aceptando chantajes para que compren nuestro voto. Reclamando que la culpa es la del cajero que se queda con parte de las vueltas de un cliente confundido, o de aquel que se abstiene de denunciar robos o casos de abuso a cualquier nivel. Sin embargo, yo creo que los orígenes de la corrupción que hoy nos han dejado nadando en esa melancólica bilis negra, están en el hecho de que somos un pueblo abandonado a la deriva, huérfano de ideales, de líderes, de creencias, de educación; huérfanos de abrigo, desprotegidos de la civilización, faltos de comunidad. Al no tener ningún punto de referencia, cada persona, cada ser que vive en la bruma de esa densa neblina, o nadando con dificultad entre esos mares espesos de viscosa negrura, trata de sobrevivir a su manera, protegiendo de alguna forma su condenada dignidad humana, haciéndola, sin darse cuenta, maquiavélicamente más indigna.

Las terribles noticias sobre la corrupción que día a día se riegan manchando las páginas de diarios y periódicos, me han hecho pensar en la obra más importante que se ha escrito sobre la génesis y la estructura de la corrupción: El Padrino, de Mario Puzo. Francis Ford Coppola, con su bella trilogía, contribuyó a enriquecer la novela de Puzo, llenándola de matices y haciendo énfasis en la orfandad que dio origen a la estructura mafiosa. De hecho, en el lenguaje de la mafia ítalo-americana, el término para referirse a la comunidad mafiosa es el de familia, atribuyéndole a este tipo de organización el cariz de una fogata que con su vehemente llama viene a darle calor y abrigo a todos los desventurados que no tienen nombre ni techo.

Como muchos lectores de la novela o espectadores de la trilogía podrán recordar, la aventura de los Corleone en el mundo de la corrupción comienza con la historia de un niño huérfano, víctima de la violencia de una sociedad ya corrupta. Cuando Puzo narra los eventos que como un ventarrón llevaron a Vito Corleone a los Estados Unidos, dice lo siguiente: “A finales del siglo XIX, la Mafia era en Sicilia el gobierno en las sombras, mucho más poderoso que el de Roma. En aquel tiempo el padre de Vito Corleone había tenido un pleito con un vecino, que había llevado el caso a la Mafia. El padre se negó a doblegarse y en una pelea mató al jefe local mafioso delante de todo el mundo. Una semana más tarde lo encontraron con el cuerpo acribillado a balazos, y al cabo de un mes del funeral, unos hombres de la mafia llegaron en busca del hijo, Vito”. El chico, huérfano de padre, huye de su tierra soltando toda atadura con la comunidad para buscar, de alguna manera, redimirse a sí mismo y solventar la dignidad perdida.

La llegada del niño a los Estados Unidos, que Coppola compone con maestría en la segunda película de la trilogía, pone aún más en evidencia esas condiciones de orfandad, que no son solo las de un niño que llega desprotegido, enfermo y casi mendicante a un país que no conoce, sino que son las de un futuro hombre que provisto solo de su abandono como único recurso, luchará contra viento y marea utilizando cualquier medio posible para librarse  solo de su desventura y de su orfandad.  En la escena en la que el pequeño Vito es recluido en cuarentena en Ellis Island, profiere un canto solitario mientras observa por la ventana la Estatua de la Libertad, que fundiéndose en el vidrio con la triste mirada de su rostro, representa todas las promesas de una nueva identidad fundada en la oscura guarida de la corrupción.

Es así que los orígenes de esta corrupción que nos ahoga están en el abandono, en la orfandad, pero sobretodo, en la ausencia de una comunidad verdadera que nos proteja, que nos cobije, que se preocupe por nuestro bienestar colectivo, que le abra las puertas a una solidaridad que venga desde arriba, pero que también permee los poros de los hogares más pequeños, de los caminantes más anónimos. Que este sentido comunitario inunde nuestras calles, nuestras plazas y nuestros hogares de la diáfana claridad del agua, que como fuente inagotable de paz, se lleve con sus remolinos cada mancha de que la viscosa marea de la corrupción ha dejado.

@valentinacocci4  valentinacoccia.elespectador@gmail.com

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