La pandemia y los comportamientos que se repiten

Javier Ortiz Cassiani
30 de abril de 2020 - 05:00 a. m.

Las pandemias son el déjà vu de la historia. Un gran lienzo abandonado en un cuarto con pretensiones de olvido, pero que cada tanto es desempolvado para repasar los trazos ya definidos de la condición humana. Durante la pandemia no solo se ralentiza el tiempo —como si estuviéramos en una diacronía eterna—, sino que el tiempo del pasado parece repetirse en el presente. Quienes la viven creen estar ante la presencia de algo inédito, quizá porque estas no ocurren a menudo o por la condición de vértigo y obsolescencia de los tiempos del ahora; pero el hecho es que nada de lo que sucede es nuevo para la historia del mundo, porque la peste es una forma de refundación de los viejos comportamientos de la humanidad.

En el año 430 a. C., en medio de la guerra que sostenía con el Peloponeso, Atenas fue asolada por una peste. Tucídides escribió sobre su efecto devastador en Historia de la guerra del Peloponeso con absoluto conocimiento de causa. Dijo que hablaba “como quien lo sabe bien”, porque él mismo había sido “atacado de este mal” y también había visto a quienes lo padecieron. La peste —como la guerra que historiaba— era inédita, pero lo que se volvería una constante sería la acción de depositar la culpa en el otro. Un sello, una marca que superpondría el tiempo de la peste pasada con el tiempo de la pandemia del presente.

Cuando la plaga asomó su rostro de muerte, los atenienses inmediatamente culparon a los peloponenses de haber envenenado los pozos de agua antes de retirarse. Muchos siglos después, en 1348, en el desespero por la peste negra, se acusó a los judíos de propagar la enfermedad a través del mismo método y se llevó a cabo una persecución sin contemplaciones contra este grupo por todos los rincones de Europa. En Cataluña hubo pogromos en varios lugares, incluyendo Barcelona; en Alemania miles fueron asesinados y quemados por los cristianos, y hasta el papa Clemente VI trató de frenar las acusaciones y los linchamientos a través de la bula del 26 de julio de 1348, en la que señaló que no había fundamento en las inculpaciones a los judíos, puesto que ellos también eran víctimas del contagio y había lugares adonde llegaba la peste a pesar de que allí no habitaba ningún miembro de este grupo. Pero ni siquiera la máxima autoridad de una religión —que, dicho sea de paso, se sustentaba, como todas, en la conversión y la persecución al otro— podía acabar de forma tan sencilla los miedos y prejuicios históricamente redomados.

“Nombrar a los culpables era hacer explicable un proceso comprensible”, dijo en su libro El miedo en Occidente el historiador francés Jean Delumeau, quien murió a los 96 años en enero pasado, cuando todavía la pandemia causada por el COVID-19 era solo un chiste de mal gusto sobre chinos y murciélagos. Si la peste era un castigo divino, “había que buscar chivos expiatorios a los que cargar inconscientemente con los pecados de la colectividad”, y eso, reitera Delumeau, como en los tiempos de las civilizaciones antiguas —cuando se intentaba calmar la cólera divina con sacrificios humanos—, haría que en Europa, entre los siglos XIV y XVIII, se protagonizaran “liturgias sangrientas”. Extranjeros, viajeros, marginales, judíos, leprosos, putas, brujas, herejes… siempre ha existido el “otro”, y las pandemias —todas—, desde la plaga de Atenas hasta el COVID-19, cabalgan sobre los prejuicios de la humanidad y construyen cartografías de culpas.

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