La paniqueada

Catalina Ruiz-Navarro
13 de septiembre de 2018 - 05:00 a. m.

Parece que desde que tenemos nuevo presidente estamos constantemente bombardeados con noticias que parecen hacer realidad la agenda retardataria del uribismo. Primero se alertó sobre la creación de un Ministerio de la Familia, aunque no es probable que eso pase en el corto plazo. Luego, un rimbombante decreto presidencial que anuncia que ahora la policía puede decomisar cualquier tipo de dosis de sustancias psicoactivas. Pero el decreto es redundante, pues el restrictivo Código de Policía vigente ya dice que los policías pueden decomisar drogas a quienes las porten en el espacio público y permite requisas a discreción. Si acaso el decreto tendrá algunos efectos prácticos, estos serán más abusos policiales en contra de una población ya estigmatizada y que suba el precio de la droga (al menos por un rato), lo cual es un negociazo para los dealers.

Aunque nada de lo que anuncian se traduce en medidas nuevas, estos gestos performáticos sí tienen un efecto: convencer a los votantes uribistas de que “el Gobierno está cumpliendo” y quebrar la moral y hacer gastar energías a la oposición. También tienen un efecto simbólico: reforzar un aparato ya existente de prejuicios y discriminación.

No en vano la semana pasada nos enteramos de que para la policía los tatuajes son señal de “pobreza, vagancia, desempleo, drogadicción”. Sí, nos escandalizamos pero no es nada nuevo: nosotros ya sabemos cuál es el “look” que no le gusta a la policía y que para la fuerza pública no es lo mismo un hombre rubio tatuado con zapatos caros que un hombre joven racializado y pobre, con o sin tatuajes.

Además de ocuparnos en el debate sobre los tatuajes, los medios se deleitaron entrevistando a padres y madres de familia que lloraban en vivo porque “sus hijos son drogadictos”. Son testimonios extraños en donde queda la sensación de que las drogas son sustancias mágicas y que una vez los jóvenes entran en contacto con ellas quedan transformados como si los mordiera un vampiro. Por el contrario, está más que comprobado que las adicciones (a las drogas ilegales, a las drogas legales como el alcohol o el azúcar, a las apuestas, a la religión) tienen que ver con una necesidad de llenar carencias psicoafectivas o materiales. Porque, bien lo dijo Martín Santos: para el marihuanero pobre hay bolillo (y cárcel), pero un marihuanero uribista puede alcanzar el éxito profesional y hasta una embajada. ¿Se preocupa el Estado por la salud mental y física de toda la ciudadanía? Evidentemente no y por eso tenemos todo tipo de consumos problemáticos. Y mucho menos se ocupa de regular esos sospechosos centros de rehabilitación en donde ocurren torturas, violencia sexual y, en el mejor de los casos, les embuten a los “pacientes” la religión como con un enema. Luego es claro que la preocupación del Gobierno no es por los consumidores ni con nadie, es una cortina de humo para fingir competencia.

Los impactos nocivos de todo este circo son para la ciudadanía de a pie, que no cuenta con espacios privados para consumir y no puede pagar para que le lleven sus drogas a domicilio. Los decomisos van a ser un negociazo paralelo para muchos (incluidos los policías corruptos, quienes tendrán aún más poder para sobornar a la ciudadanía) y solo van a conseguir que la gente compre las drogas dos veces. Los policías que sí quieran hacer su trabajo dentro de lo que marca la ley van a gastar su tiempo persiguiendo a los consumidores y no les va a quedar un minuto para ver cómo desmantelan las bandas criminales de narcotráfico. Y los abusos policiales ya comenzaron: el pasado 6 de septiembre en la Gran Fumatón 2018 llegó el Esmad a reprimir el derecho de la ciudadanía a la protesta pacífica, uno de tantos derechos fundamentales como el derecho a la libertad de expresión y el derecho al libre desarrollo de la personalidad, que ya se pueden violar por decreto presidencial.

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