La pregunta por la verdad

Piedad Bonnett
22 de julio de 2018 - 02:30 a. m.

Da risa ver cómo ahora los senadores de la U y de Cambio Radical, que corrieron a arrimarse a la sombra del uribismo buscando su cuota de poder aún a costa de traicionar sus principios liberales, están a punto de mechonearse con los del Centro Democrático porque estos se quieren apoderar de las mayorías de Senado y Cámara. Da risa, pero también grima, ver cómo algunos medios se han ido reacomodando hacia la derecha, diciendo cosas al sesgo, omitiendo lo que consideran impertinente en relación con el nuevo gobierno, y hasta exagerando los hechos para justificar algunas acciones que promete el nuevo gobierno. Y da grima, sólo grima, ver cómo los comentaristas más conservadores se han ensañado con la JEP y con la Comisión de la Verdad, a veces con argumentos peregrinos.

El cada vez más recalcitrante Lorenzo Madrigal plantea que “la historia nunca es la verdad” porque está “a merced de sus relatores”. No le falta razón: la historia es susceptible de ser manipulada, y lo ha sido a menudo. Pero de ahí a poner en duda la importancia de una Comisión de la Verdad después de un conflicto armado —burlándose, de paso, del respetable Francisco de Roux, diciéndole “benemérito padre Pachito”— hay mucho trecho. Con el mismo argumento, y con la misma furia, Alfonso Cuéllar afirma en la revista Semana que la Comisión de la Verdad es “la más diabólica” de “las importaciones foráneas que contiene el extenso acuerdo de La Habana”, califica de rimbombante su nombre, y dice, con sorna, que sus tres objetivos —esclarecimiento, convivencia y no repetición— son imposibles de cumplir.

Habría que comenzar por decir que una cosa es “la verdad” en términos filosóficos o literarios y otra la que la justicia pretende esclarecer. Es verdad que Nietzsche dijo que “no hay hechos, sólo interpretaciones”; pero, ¿qué sería de la justicia si no creyera en hechos objetivos? Por supuesto que es importantísimo saber quiénes ejecutaron la masacre del Aro, o si Santrich estaba negociando un cargamento de cocaína, o quién fue el cerebro maléfico de los falsos positivos, o si Santos sabía de las maturrangas de Odebrecht. Las víctimas de una guerra necesitan saber la verdad sobre los asesinatos de sus seres queridos —y decidir si quieren perdonar— y un país necesita develar los caminos de la corrupción y del crimen para poder castigarlos y generar un futuro de no repetición. Y para eso se necesitan pruebas.

Nunca se podrán esclarecer todos los crímenes de una guerra, pero eso no significa que una sociedad renuncie de antemano a querer saber la verdad. Enterrarla —como quisieran algunos, rayando con el cinismo— sólo perpetúa el dolor y el deseo, no ya de justicia, sino de venganza. Porque sólo a los victimarios les conviene la ley del silencio. En todas partes —en Chile, en Alemania, en Jerusalén, en Hiroshima— se erigen museos para que los pueblos no olviden el horror y no repitan la historia. Pero una Comisión de la Verdad encierra también una promesa de investigación sobre los hechos que los pueblos heridos necesitan. Y jalona la reflexión en una sociedad. Es una fuerza simbólica. Olvidan también los críticos que la estigmatizan, que sus miembros corren graves riesgos en este país, donde siempre habrá quienes manden matar al que destape verdades incómodas.

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.
Aceptar