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La pregunta por lo femenino

Vanessa Rosales A.
04 de septiembre de 2020 - 05:00 a. m.

En la historia de la pintura occidental, Venus es presencia ubicua. A veces es la figura desnuda y lánguida, convocada en trazos de óleo precisos que conjuran el sentido espléndido de cierta pasividad. En la versión del maestro veneciano Giorgione, de 1510 —sobre la que escribe críticamente Joan Curbet—, es una silueta provocadora que parece reposar en tranquila sensualidad. La figura que se sabe receptora de la mirada masculina, que advierte su efecto, que responde con complicidad. Pero es, sobre todo, la representación de una ambivalencia. Esa Venus que entonces se encarna como generadora material de vida y como principio de belleza intelectual; incitadora al deleite sensorial y portal hacia la contemplación espiritual de manera simultánea. Todas esas tensiones de asociación que han sido depositadas sobre lo femenino se inscriben en su presencia. Al leer a las mujeres, los hombres parecen haber estado históricamente motivados por una peculiar dialéctica – un torbellino de jalones intensos, una fulminante tensión, un conflicto singular.

Quisiera referirme a lo femenino aquí como aquello que puede ser asociado primordialmente a las mujeres. Y eso implica, casi inmediatamente, definir qué es una mujer. Entrar en un terreno de definiciones movedizas, ni estáticas, ni monolíticas. Advierto, sin embargo, la marejada de incomodidad ante el uso de lo femenino. Aquello me impulsa justamente a escribir. También a esclarecer. Porque estudiar un tema, conocer un mundo, permite también subvertirlo. Porque problematizar algo es justamente no defenderlo o negarlo desde un chato simplismo. Porque lo femenino es un abanico de codificaciones. Una fabricación. Una presencia en la dialéctica de la naturaleza, y una compilación de cualidades también.

En el potentemente titulado La mujer que mira a los hombres mirando a las mujeres Siri Husvedt analiza esto de los prejuicios inconscientes. Códigos perceptivos. “Ideas inconscientes sobre la masculinidad y la feminidad que contaminan nuestras percepciones y tienden a sobrevalorar los logros de los hombres e infravalorar los de las mujeres”. Lo distingue como una tendenciosidad asociativa. Donde aquello asociado a lo femenino, un libro, una película, una profesión, pierde estatus, se percibe mancillado de cierta manera. “Todos, hombres y mujeres”, escribe”, codificamos la masculinidad y la feminidad en esquemas metafóricos implícitos que dividen el mundo por la mitad”. En ese esquema, los códigos intelectuales, de nitidez, razón, se identifican con lo masculino – mientras que los corporales, códigos de lo romántico y lo emocional se identifican con lo femenino. “La ciencia y la cultura masculinas se oponen a la caótica naturaleza femenina”.

Lo femenino puede leerse entonces como un rango de códigos perceptivos. Y debajo de esas codificaciones late algo más: un entendimiento de la mujer como el otro. La escritora Susana Castellanos, quien ha desglosado lo femenino desde el panorama mítico e histórico, escribe “todo aquello que se le asemeja a ese comportamiento imprevisto, azaroso e intuitivo lo ha asociado (el hombre) con la mujer”. En la historia de las imaginaciones colectivas, la mujer ha sido asociada con lo mágico, lo misterioso, lo insondable, la oscuridad, el inconsciente, lo sobrenatural, lo desconocido. “Si bien han pasado siglos desde la sentencia teologal de los primeros padres de la iglesia que rezaba que ‘la mujer es la puerta del diablo’ hasta el psicoanálisis de Freud, quien afirmó que ‘la mujer es un continente negro’, la idea de la mujer como ser oscuro, peligroso e incomprensible, fuera del control de lo racional, se mantiene”.

Esa estupefacción histórica hacia la mujer. Que se esparce a aquello que ha sido codificado como femenino. En el binario, lo masculino se asocia a lo racional y a lo abstracto; lo femenino se codifica como corporal e intuitivo. “El hombre busca un responsable de haber perdido el paraíso terrestre y encuentra a la mujer”, escribe Jean Delmeau, El miedo en Occidente. Si algo permite una mirada estructural hacia el repudio a lo femenino es precisamente comprender que mucho, finalmente, se condensa en aquel imaginario abarcador: uno donde la mujer y lo femenino se asocian, además, intensamente con lo maligno. El inicio de toda perfidia. La introducción al mundo del mal mismo. Sin embargo, como escribe Hustvedt también, “los hombres no están solos en su reticencia a las cualidades codificadas como femeninas”. Tampoco ciertas perspectivas feministas están exentas de una aversión similar.

En nuestros tiempos, de frente como estamos a las epistemologías del género que hoy nos habitan —donde el género se construye más desde la posibilidad y no como prescripción—, es comprensible que suscite un respingo hablar tan insistentemente sobre lo femenino. Cuando se estudia la historia del movimiento de liberación femenina, se comprende también por qué algunas emancipaciones podían darse bajo estándares masculinos y por qué, en consecuencia, en miras de liberar podían fraguar fervores que buscaran deshacer, diluir, revertir todo lo que hubiese sido ideado como femenino. Si lo femenino se codificó en relación a una profunda asimetría, en relación a formas de subordinación, es apenas comprensible el ánimo de destruirlo.

Comprendo el repudio y el antagonismo, pero no sin dejar de observar el desaprovechamiento de un potencial. No hay intención en desmentir la necesidad que tienen, razonablemente, segmentos feministas o teóricos por deshacer todo aquello que se evoque como femenino. Comprendo sus razones. No obstante, me rehúso a la simplificación a ultranza con la que pretende tratarse el asunto de lo femenino. Casi de inmediato se lee en sus connotaciones tradicionales. Se le acusa, casi al momento de pronunciarse, de estar ligado a una opresión sin más. Se lee, de manera casi automática, con la misma infravaloración y sorna con la que lo ha fabricado también la mirada masculina.

Encuentro esa simplificación —la lectura de lo femenino como mera opresión— profundamente patriarcal. Encuentro que puede haber una misoginia soterrada, sin revisar, en ese repudio sin más de lo femenino. En esa voluntad para negarlo, obstruirlo, encuentro una complacencia con la fabricación patriarcal que me resisto a asumir. Lo femenino, de manera ideal, tendría que tratarse también de la posibilidad de subvertir. Conocer un mundo para subvertirlo.

Allí donde las lecturas simplistas advierten una mera “defensa” de lo femenino, existe el apetito por complejizar. Y hacerlo implica también conocer agudamente las espinas, las prisiones y sí, las prescripciones que ha supuesto también la fabricación de lo femenino. El problema, sin embargo, es la obstinada simplificación, el despojo de la contrariedad, la cuantificación rígida, la categorización —nuevamente— patriarcal.

El puritanismo cristiano, los modelos funcionalistas, las cumbres de la filosofía, los mundos del conocimiento abstracto, las más diversas intelectualidades, las izquierdas que proclaman progresismo —todas han coincidido de algún modo en el repudio hacia lo que se ha codificado como femenino. También ciertos feminismos. Históricamente. En nuestra actualidad. Siempre es iluminador contextualizar para efectos de un panorama que permita complejidad.

Advierto no sólo las incomodidades, los respingos, sino también el afán visceral que abunda en afirmar que enunciar una postura es negar otras o que enunciar una postura es no reconocer otras desde la solidaridad. Por eso, cabe anotar que una orilla que problematiza hondamente lo femenino no pretende adscribirse la única veracidad. Sí espera, al menos, que se pueda observar la interesante incongruencia que hay cuando, desde ciertos segmentos, se aboga por la problematización del género, pero se sostiene una aparente inhabilidad para observar la propia misoginia que entraña ese observar todo aquello codificado como femenino desde el repudio simplista. No se me ocurre nada más ariscamente patriarcal que la negación de la complejidad precisamente en lo femenino.

Vanessarosales.a@gmail.com

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