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La prolongación de lo incierto

Valentina Coccia
20 de noviembre de 2020 - 03:00 a. m.

Una mujer recibe la noticia de la cuarentena fuera de su país. Su esposo, que la espera en casa, tiembla por el miedo de no volverla a ver. Un niño regresa del colegio, su madre en casa lo espera con la noticia de que no va a poder volver, de que no estará más en clases ni jugará más en el recreo durante los próximos meses. Un hombre mayor que acaba de recibir las noticias está en el hospital, esperando que lo atiendan por un resfriado que se le ha salido de las manos. Estos hombres y mujeres, estos niños hemos sido todos durante estos meses y la zozobra va y viene, pero no pasa. Esta gran coyuntura mundial ha desafiado el tiempo, nos ha puesto en espera; una espera que cambia, que se achica y que se alarga, que se prolonga y que a veces se acorta, que se acentúa y que a veces se acalla, pero, mal que bien, una espera que no termina de disiparse en sus plazos cortos y refrescantes, o en sus plazos largos y desesperantes.

Y es que en ese tiempo, que se ha vuelto como una gran masa que se estira y se comprime, hemos pasado por todo tipo de estados de desolación y duelo, pero también por lapsos de breve esperanza, de iniciación. Los primeros días todos imaginábamos la prontitud de las soluciones, la inquieta curiosidad científica iba a resolverlo todo en el lapso de un par de meses. Nos adaptamos, horas enteras de Netflix se escurrían por nuestras pantallas: tal vez nuestros sueldos habían bajado, tal vez nos habían suspendido brevemente de nuestro trabajo, “pero durará poco”, decíamos, tratando de aprovechar el tiempo para descansar nuestros cuerpos que venían agitados de la vida de antes.

Pero el tiempo pasó y los relojes comenzaron a escurrirse como en ese famoso cuadro de Dalí. Las calles desoladas, el miedo constante, las filas eternas de los supermercados y todos susurrando bajo los tapabocas: “cuando acabará”. La espera comenzó a no tener fondo, a colorearse de matices inciertos, a prolongarse y agravarse. Los ahorros se acabaron, las licencias se convirtieron en despidos, el eterno descanso, en preocupación. Algunos emprendieron, otros estudiaron, algunos otros comenzaron a rumiar en la tristeza, en la ansiedad, en la depresión.

Las luces del camino comenzaron a prenderse cuando la cuarentena acabó, pero esta espera, la última de todas, ha sido la más sorpresiva, la que nos ha hablado de la prolongación de lo incierto, la que nos ha asustado mucho más que cuando el virus inició: ya la vida no es la misma de antes y tenemos la cruda sensación de que nunca más volverá a serlo. Todo lo conocido se ha acabado o se ha trasformado, las experiencias que nos eran familiares, como una salida al campo con la familia, ir a comer a algún restaurante, la alegría de una reunión entre amigos, ya nada es lo mismo y es la única forma que conocemos, la única forma en la que hemos sabido vivir. La espera se prolonga y tal vez sea la más larga: mientras tanto debemos hacer duelo de lo vivido, de quiénes éramos antes de la pandemia, y pensar, de manera consciente y profunda, en el salto que ahora debemos dar tomados de la mano del resto de la humanidad.

@valentinacocci4, valentinacr424@gmail.com

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Y así el péndulo de la tragicomedia humana ya tocó el doloroso extremo de la tragedia y ahora se encamina a dejarnos en la comedia de la dura sobreviviencia. Y se renueva la sensación q' "La vida es una broma de dios".
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