La rectoría de la Universidad Nacional

Columnista invitado EE
15 de marzo de 2018 - 05:00 a. m.

Por Gerardo Ardila

La Universidad Nacional de Colombia se dispone a elegir a su nueva rectora o rector. Por primera vez hay una posibilidad grande de que una mujer pueda regir sus destinos, a pesar de que en el pasado la profesora Myriam Jimeno propuso su candidatura en varias ocasiones. No hay duda de la importancia que tiene para el país esta elección; la universidad, por su prestigio, su historia y sus condiciones para la producción de conocimiento y para la innovación, tiene una enorme responsabilidad, no sólo como universidad bandera del Estado, sino como modelo para la transformación de la educación superior pública, de calidad y de acceso universal en el país. Colombia necesita una universidad pública fuerte, a la que puedan tener acceso todos quienes lo deseen, lo que implica aumentar su cobertura, a la vez que se pueda asegurar su sostenibilidad académica, científica y, desde luego, financiera. Las nuevas autoridades deben poner sobre la mesa el debate abierto con el Gobierno Nacional sobre los mecanismos de financiación de la educación superior pública. Sin educación pública y abierta no es posible alcanzar la paz ni aspirar a ningún tipo de desarrollo.

Una de las mayores riquezas de la universidad está en sus sedes de frontera; allí hay un país invisible con una enorme diversidad ambiental, cuya sociedad ha encontrado los caminos para la convivencia dentro de sus diferencias de lenguas, historias, luchas de resistencia y transformación, pero buscando construir sus vidas en la constante negociación para lograr el acceso a la vida. Mucho tenemos para aprender en el centro del país de esos procesos creativos e innovadores. La idea de que, desde el centro, exportamos la visión, el orden, las fórmulas del progreso, debe ser superada desde el corazón mismo del sistema: la universidad y sus políticas segregadoras y displicentes con las regiones.

La universidad debe enfrentar una transformación de fondo de su sistema educativo y de sus premisas. Los sociólogos y antropólogos nos han enseñado que hoy se recicla la profesión cada ocho o diez años; sin embargo, la estructura de la universidad sigue pensada para “formar” profesionales en un esquema rígido que se supone “para toda la vida”. Las profesiones siguen atadas a programas y premisas del desarrollo que ya perdieron su validez y que fracasaron en su intento de generar una mejor calidad de vida para todos. Los modelos agrícolas reproducidos desde las aulas no reconocen sus impactos ambientales y sobre la salud de las personas, y el extractivismo sigue estando como el eje básico de la producción y la economía y de las mentes y acciones de los vastos dominios de las ciencias de la tierra. Las ciencias de la salud mantienen relaciones de poder que impiden una relación diferente con la enfermedad y con la muerte y que niegan el derecho al cuidado a quienes lo requieren. De esa manera, en la universidad se incuban la desigualdad y la segregación y se fortalecen el sexismo, el racismo, el clasismo y la incomprensión de los procesos ecológicos de múltiples sistemas que actúan entre ellos.

La reflexión profunda es imposible ante la pulverización del conocimiento, haciendo de la filosofía un ejercicio secundario y lujoso y condenando a las ciencias sociales a una muerte lenta a través de un proceso silencioso de desmantelamiento de sus estructuras y de empobrecimiento de sus antiguas posibilidades. Las facultades que se especializan y profesionalizan acaban generando un mecanismo de piezas uniformes para la máquina productiva ineficiente, en la que los humanos y sus saberes —así como la naturaleza y las fuentes de la vida— se reducen a formas indefinidas del capital que se evalúan en la contabilidad de las empresas. Una mala interpretación de la objetividad científica y una ridiculización del sentipensamiento como definición del carácter humano conducen a la individualización, la soledad, el miedo, la inestabilidad y el desamparo. El Iepri, el CID y el CES, entre otros lugares de convergencia de múltiples saberes, de ejercicio de la solidaridad innovativa y de la reflexión, se abandonan a una muerte calculada sobre el asfalto tratando de eludir sus ojos reflexivos que cuestionan el afán de servicio al capital y que muestran que el camino está equivocado.

Nadie puede negar que dentro de la universidad hay personas que trabajan para cambiar esa condición envejecida de un monstruo universitario que respira con dificultad. Pero son excepciones y, por lo general, están condenados a trabajar cada minuto contra —y no con— el sistema universitario. No sólo se trata de una modernización administrativa, como lo han planteado todos los candidatos a la rectoría; se trata de un replanteamiento de la concepción y de los principios básicos del sistema universitario público y abierto, que entienda las transformaciones exigidas por el siglo XXI y que busque una universidad en la que se erradiquen la segregación, la desigualdad y los males heredados del siglo XX neoliberal. Necesitamos más centros interdisciplinarios y de convergencia, no llevarlos a la muerte porque no se adaptan a la uniformización privatizante.

 

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