La reforma que los salva

Juan David Ochoa
28 de diciembre de 2019 - 05:00 a. m.

El año termina con la aprobación de una reforma tributaria asfixiante y con la indiferencia sostenida de principio a fin ante el paro nacional que no los hizo resignificar el tiempo ni dimensionar las consecuencias peligrosas de la apatía. Alberto Carrasquilla cumplió la orden fiscal de los gremios que lo pusieron allí para eso y los grandes potentados volvieron a respirar mientras todo lo demás sigue acumulando el fuego y la combustión de una explosión postergada. La aprobaron en una madrugada del mes en que todos los ánimos generales están a la merced de las tradiciones de una religión que acepta el martirio como un sacrificio propio de un pecado ancestral, el dolor como una prueba de resarcimiento y la humillación como una sumisión de los espíritus sucios que deben dar, además, la otra mejilla para el nuevo zarpazo. Aceptarlo y resignarse al sufrimiento es aceptar el destino de una antesala a un paraíso lejano que amerita la subordinación y el silencio. Todo eso pareciera ser propio de una comunidad reducida en un país de 47 millones renovados en los nuevos vientos de la constitución, pero el inconsciente colectivo de la vieja corona española y los rasgos culturales de la tradición siguen aquí, asumiendo el látigo como un destino y las pequeñas protestas como una leve insubordinación de ruido justificado y sin mayores alcances.

También lo saben ellos, los banqueros y los ministros que fueron nombrados para labores estrictamente económicas y obligatoriamente estatutarias en el paradigma empresarial. No fueron elegidos para cumplir con altos ideales del Estado ni para la respuesta romántica a las urgencias sociales. Eso se lo dejan a otros tiempos que no les preocupa mientras sigan cuadrando caja y acumulando las cifras prometidas del pacto. La reforma tributaria, llamada eufemísticamente “Ley de Crecimiento” en una inversión patológica del lenguaje y del significado, era una orden explícita de los pequeños círculos del poder que ven amenazadas año tras año sus reservas por las exigencias progresivas de ese número creciente de habitantes de un país en desarrollo. La reforma debe asignar nuevas prebendas que les impida la sobrecarga de impuestos y obligaciones fiscales, y tal vez por eso haya sido nombrada con un ese título que les representa el miedo ante el crecimiento de los otros, los marginales que siguen reproduciéndose y reclamando respuestas a sus crisis y a su mínimo vital. Les perturba que ese número progresivo en el censo les signifique los ajustes que no tuvieron mientras el país era una improvisada comarca de salvajes que se mataban muy lejos de sus tertulias nostálgicas por los mejores tiempos del mundo que ya no volverá. El año cierra con el cumplimiento político del ejecutivo a sus financiadores, y con las nuevas promesas sutiles que les permitirá seguir balanceando sus cuentas aunque el paro los señale de frente. No están ahora para aceptar responsabilidades históricas ni para pragmatismos humanitarios. El nuevo gobierno fue elegido para una orden sin máscaras, sin teorías sublimes sobre la metafísica del poder. La orden es estricta y clara: salvar las arcas, evadir lo que puedan y ajustar los números antes del colapso. Podrán salir y resguardarse cuando la historia estalle.

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