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La religión de la ciencia y los sacerdotes de la razón

Julián López de Mesa Samudio
29 de enero de 2014 - 08:16 p. m.

De un tiempo para acá parece ser conditio sine qua non para ser un intelectual, o simplemente alguien racional, informado y despierto, atacar a la religión, cualquiera que ésta sea.

Lo extraño es que aquellas mentes elevadas que han desvelado los engaños de la religión utilizan un tono burlón, desdeñoso, al referirse a otros sistemas de creencias; una actitud muy alejada del discurso de la diversidad y la tolerancia que suele aparejarse al discurso del intelectual, del sacerdote de la razón.

Nos encaminamos hacia la Inquisición de la razón o, mejor, la que usa como pretexto a la racionalidad. Lo más absurdo es que quienes atacan a la religión generalmente anteponen la ciencia como el paradigma a seguir, ya que desmonta la superchería religiosa. Pero sucede que, así como con las iglesias que tanto se critican hoy, se tiene que ser muy inocente o descarado para seguir creyendo en la pureza de la academia, en la infalibilidad del método científico, en la transparencia de los procesos investigativos y, en general, en los corazones éticos, diáfanos y puros de científicos e intelectuales.

Al igual que con la religión, las ciencias hoy en día están atravesadas por agendas políticas e intereses personales y comerciales. Tan así es que se celebra la funesta alianza universidad-empresa como algo deseable. Y es paradójico, pues la ciencia, como la religión, es manipulada constantemente por sus administradores. Una ciencia que día a día es más amoral y despilfarradora, destinada a trabajar para cumplir con la demanda de tecnologías fútiles, programadas para volverse obsoletas; una ciencia que fomenta y financia investigaciones intrascendentes (¿cuánto se critica el boato y el lujo de la Iglesia y nada se dice sobre el costo absurdo de descubrir el bosón de Higgs, por ejemplo, que no tiene un fin práctico?); una ciencia que, al igual que la Iglesia y sus secretos, tiene grupos de poder inaccesibles llamados pares académicos, sacerdotes del conocimiento práctico y estandarizado; una ciencia constreñida y corrompida por índices de citación y demás neoescolasticismos académicos que garantizan forma y no fondo, y, finalmente, una ciencia que es nicho de poder de intelectuales y académicos, quienes aíslan el conocimiento del público inventando conceptos enrevesados y lenguajes mágico-místicos a los cuales tan sólo unos pocos iniciados pueden acceder, manipulando fieles como antaño hacía la Iglesia medioeval con el latín, para seguir regodeándose en sus prerrogativas.

Hemos trasladado nuestra fe en la religión a la ciencia, y así como hasta hace no mucho había asuntos religiosos incuestionables, que lo eran por razón de la infalibilidad de quienes los decían, hoy el método científico, pero sobre todo sus defensores fundamentalistas, posee esa carga de infalibilidad, sin tener en cuenta que, al igual que con el método religioso o cualquier método, son personas quienes administran, y las personas fallamos. La crítica gratuita y global de la religión es, en manos de estos intelectuales, apenas una pose para satisfacer egos y darse palmadas en la espalda entre ellos.

Mal ejemplo dan nuestros intelectuales, que quizás deberían debatir más entre sí las ideas elevadas y racionales que tanto les gustan, ignorando el mal de la religión, para hacer de este un mundo mejor.

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