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La risa como antídoto de la monserga y del fanatismo

Carlos Granés
17 de julio de 2020 - 05:00 a. m.

Los 52 son los nuevos seis. Eso fue lo que intentó demostrar Stefonknee Wolscht, un canadiense que después de casarse y tener siete hijos descubrió que en realidad no era un hombre ni casi un viejo, sino una pequeña niña de seis años. Actuando en consecuencia, dejó a su familia y buscó un nuevo papi y una nueva mami que la adoptaran y le permitieran jugar con muñecas, olvidándose de la adultez y sus pereques. Por fin fue feliz, parece, y sin duda es de celebrar que hoy cada cual pueda vivir la fantasía que más lo satisfaga, convirtiendo su paso por el mundo en una performance extravagante. Sí, maravilloso. El problema es que Stefonknee no se conformaba con eso. Quería más. Esperaba que los otros tomaran al pie de la letra su sentimiento y la reconocieran como una niña, obviando no sólo los principios de la biología, sino del tiempo cronológico.

Las vacas son las nuevas víctimas de la opresión masculina. Lo oí en un congreso organizado por el departamento de estudios de género de una universidad española. El tema era Mayo del 68, pero por uno de esos misterios inexplicables de la teoría posmoderna, todo acabó girando en torno a la taxonomía de la opresión femenina. Se pasó revista a los colectivos que luchaban contra el machismo y el racismo, y hubo consenso en que era fundamental resaltar los matices entre, por ejemplo, el feminismo racializado migrante aymara y el feminismo racializado quechua urbano. Pero entonces una intervención puso a la ponente de turno a sudar. ¿Cómo vinculaba el discurso feminista racializado con el especismo, que pone el acento en la discriminación animal? Consultando sus papeles, la ponente dijo que claro, sí, ese tema lo llevaba alguien de su colectivo, pero… Muy ufana de su señalamiento, la inquisidora dio la puntilla final: “Es que no podemos olvidar que millones de vacas son violadas diariamente para extraerles la leche”. Si había una prioridad en la lucha feminista, era esa. Fin de la discusión.

Los progres son los nuevos conservadores. Ejemplos como los anteriores explican el éxito que está teniendo la nueva novela de Daniel Gascón, Un hipster en la España vacía. Si todos los nacidos desde los 60 pasamos de la adolescencia a la adultez riéndonos con películas que caricaturizaban a las figuras de autoridad y a los sectores conservadores de la sociedad, ahora Gascón muestra que el caricaturizable es el joven, no el viejo. Por una razón: ese joven rebelde que se salía con la suya y ponía en evidencia al rector del colegio o al decano de su facultad es ahora un obcecado posmoderno, lleno de certezas morales, que pretende salvar un pueblo de Teruel con sus talleres de nuevas masculinidades, sus gallineros no heteropatriarcales y sus denuncias del apropiacionismo cultural.

Todos estos discursos, que pretendieron ser emancipadores porque negaban la biología, relativizaban todo conocimiento eurocéntrico, desentrañaban cualquier agravio artístico o epistemológico y fomentaban el victimismo programático, pasaron de la novedad al exabrupto en tiempo récord y ahora sólo cabe reírse de ellos. La estupidez fue la nueva genialidad y por eso nos creímos cuanta teoría incomprensible nos llegó bajo la rúbrica de “posmoderno”. Era cosa de no verlas en acción. Algo que ahora será más difícil con la novela de Gascón rondando por ahí.

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