La Roma de Vladimir

Eduardo Barajas Sandoval
14 de julio de 2020 - 05:01 a. m.

Un bodeguero de Abráu, cerca del Mar Negro, muestra una botella de espumante con la firma de Vladimir Putin y se ufana de su “valor incalculable”. Como si fuera un Romanov, o un jerarca soviético; como quien encarna poder imperial. Ahí está intacta la tradición de percibir como gigante a quien mande sobre el país que toca el mar en esas costas y también en las del Ártico y la de Vladivostok, frente al Japón.

Poco tiempo después de la catástrofe más grande de la historia, cuando Constantinopla cayó en manos de los turcos, a alguien se le ocurrió proclamar a Moscú como la Tercera Roma. Había tradiciones que, en vez de huir hacia un occidente hostil, buscaban refugio en tierras amigas, marcadas por la ortodoxia cristiana, el alfabeto cirílico y la combinación fastuosa de política y religión, a lo largo y ancho de un territorio inconmensurable. Todo parecía servido para entronizar a la sucesora de la Roma latina, y de la bizantina, bajo el signo del águila bicéfala que mira al mismo tiempo hacia Europa y Asia, con el mundo colgado de sus garras.

Esa ambición, adormecida o disfrazada por las décadas que duró el experimento bajo el escudo de la hoz y el martillo, renació con el término de la Guerra Fría. Y a partir de entonces se ha hecho más fuerte, a juzgar por el retorno del águila de dos cabezas, solemne e impávida, a los fierros de las puertas de entrada a los parques de Moscú, que busca renovar su vocación de capital de imperio, lo más grande y perdurable que se pueda, como se advierte en el discurso de los gobernantes y el ánimo de la gente.

A la hora del derrumbe de la Unión Soviética, también cataclismo histórico, el mundo perdió otra vez la oportunidad de inventarse un modelo de convivencia pacífica en el que Rusia pudiera jugar un papel complementario del de Occidente, en lugar de verse obligada a buscar nuevas formas de ejercicio como contraparte. Ya se había malogrado una oportunidad, más difícil, al término de la Segunda Guerra Mundial, cuando después de la victoria los antiguos aliados se lanzaron, desde orillas opuestas, a una carrera que de milagro no terminó en nueva confrontación militar.

Antes de irse, Mijaíl Gorbachov hubiera querido cerrar el capítulo de la Guerra Fría con la entrada de Rusia, como fundadora, a una comunidad que borrara fronteras y abriera un campo amplísimo, desde la Península Ibérica hasta la de Chukotka, llegando a América por el lado de atrás. Lectura del mapa no aceptada por poderes recelosos de las intenciones rusas y soberbios por el triunfo aparente que representaba la disolución inminente de la URSS. Así quedó marcado el tono de una era que llega hasta nuestros días, con Rusia obligada a pensar a su manera; a sobrevivir una vez más por su cuenta; a sacar provecho de su extensión, de su riqueza, de sus propias tradiciones, y de su vocación imperial. Allá en esas dimensiones del mapa que occidente desconoce, fusión de Europa y Asia que los rusos sí que saben comprender.

Esa es la Rusia cuyo ánimo interpreta Vladimir Putin como exigencia de renovadas pruebas de poder y estatus, sobre las bases de su riqueza material y cultural, su potencial científico y tecnológico, capaz de competir exitosamente en la carrera espacial, y sus deseos de ser respetada y sobre todo de demostrar que puede sobrevivir con sus propios medios. Elementos que el presidente maneja de manera intuitiva, como corresponde a los líderes que aparecen justo en el momento que les conviene. Así lo demuestra el haber sido capaz de convertirse en aquel a quien su pueblo quiere ver en la silla desde la cual se ejerce autoridad, acompañada del poder mágico de la ortodoxia cristiana oriental, según la liturgia bizantina, cuyos atuendos y rituales se repiten en Moscú.

A nombre de esas necesidades, y de la de proveer estabilidad y seguridad tanto al interior como en las fronteras, Putin preside un país todavía en busca de definiciones de naturaleza política y económica que hay que seguir inventando sobre la carrera. No existe allí una tradición consolidada de ejercicio de la oposición dentro del sistema; mal se habría podido dar frente a los zares y tampoco ante la hegemonía del partido único. Tampoco, por supuesto, existe una tradición multipartidista. En cambio, bajo las modalidades zarista y soviética, ha existido una tradición de autoritarismo y control del Estado sobre la sociedad. Tradición que tiene, de manera explicable, tanto amigos como malquerientes, pero forma parte del ADN político nacional.  

Hacia afuera, Rusia saca provecho de sus posibilidades de jugar simultáneamente en diferentes tableros, obligados o escogidos, para lo cual cuenta con la tradición de un aparato diplomático de talla mundial. Esto significa que tiene quién piense, y no improvise, sobre las opciones de política internacional. Quién integre propósitos y alternativas con posibilidades de acción, con claridad respecto de los intereses nacionales. Algo que resulta obligatorio y también difícil de manejar pues, para mencionar solo un ejemplo, no es poca cosa que Varsovia, que le diera nombre al pacto esencial de la seguridad soviética, sea hoy una de las nuevas capitales de la OTAN. Y que Ucrania haya cambiado de rumbo, lo mismo que otras antiguas repúblicas soviéticas, ahora sueltas en el mercado de las opciones políticas y económicas de un mundo por definir. De ahí los desvaríos, propios y ajenos, que han llevado a tragicomedias como la toma de Crimea, bajo la excusa de una consulta popular planeada con cálculo de relojería elemental.

El presidente ruso no es solamente autor del libreto, sino intérprete de una obra de teatro político que le ha permitido hazañas como la de conseguir que alguien, propuesto y controlado por él, ocupe la presidencia sin traicionarlo; como pasó con Dmitry Anatolyevich Medvedev. También es autor de obras de ingeniería institucional como la de hacer cambios que atiendan, entre otras, a la necesidad inventada del derecho a permanecer en el poder hasta mediados de la cuarta década del Siglo XXI. Pero, más que de reformas a la medida, es autor de un discurso imperial que concita suficiente apoyo popular para que sigan jugando en su favor características propias de la relación de su pueblo con quien ejerza la autoridad. De manera que Moscú se puede sentir cada vez más cerca de representar, como capital de imperio renovado, una Tercera Roma: la de Vladimir Putin.

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