La sequía de la razón

Mauricio García Villegas
21 de abril de 2018 - 05:35 a. m.

Esta semana, Salomón Kalmanovitz, uno de los columnistas que siempre leo, se queja de lo poco que valen ahora las ideas y los argumentos fundados en teorías y datos sólidos. “No importa lo que uno opine o publique, no va a tener ningún efecto sobre las fuerzas profundas de la sociedad, desatadas por los llamados al odio, al miedo y a los fantasmas imaginados que van a definir el futuro de la República”. En esta sequía de la razón, concluye Salomón, “estoy pensando dedicarme a la literatura o a escribir mis memorias”.

Comparto el lamento de Kalmanovitz. El conocimiento y la verdad han perdido valor y, por eso, quienes hemos dedicado nuestras vidas a leer, investigar e intercambiar argumentos, nos sentimos desconsolados y hasta inútiles. “Es un panorama desolador para los intelectuales de orientación liberal, como este servidor”, dice Kalmanovitz en su columna. Hubo épocas mejores para este oficio; épocas en las que las ideas tenían más peso y en las que los buenos argumentos contaban con mejores augurios.

Son muchas las causas que explican esta se quía de la razón. Una de ellas, que ha recibido especial atención en los últimos años, es el deterioro del debate público, causado por mucha gente en redes sociales, partidos políticos, iglesias y medios de comunicación que menoscaban el entendimiento, avivando las pasiones. Desde hace mucho sabemos que en el debate público los buenos argumentos compiten con las pasiones impetuosas. Lo nuevo es la mayor frecuencia con la que aquellos salen derrotados. Una intervención pasional y disparatada puede acabar con decenas de argumentos justos y reposados. Aristóteles decía que “el hombre es un animal racional”, pero hoy tenemos la impresión de que esa definición sería más justa si se le suprimiera la última palabra. No es que lo racional no exista; es que se ha vuelto circunstancial, esporádico y selectivo. La inteligencia humana se ha concentrado en la tecnología y esta ha sido capturada por el mercado, por el consumo y por un cierto adormecimiento del intelecto proporcional al auge de los ardores.

Todo esto ha sido aprovechado por gente excitada y de pocas luces que vocifera todo el tiempo. Personas así siempre ha habido; la diferencia es que hoy, gracias a las redes y la tecnología, son muy visibles y opinan con toda impunidad. En el pasado había más filtros sociales, culturales y hasta éticos que reducían el número de los insensatos en el debate público. Hoy, en cambio, estos han saltado a la palestra pública, y se han convertido en los ejércitos que mantienen a otros insensatos, como ellos, que tienen poder político y social.

Todo esto ha desvalorizado nuestra profesión de académicos y columnistas de opinión. Esto suena, me dirán algunos, a lloriqueo de intelectuales que han perdido sus audiencias y, sobre todo, que ven cómo sus candidatos en el debate político actual pierden las esperanzas. Es posible, no lo niego, pero nada de eso invalida lo que digo. Tal vez lo confirma.

No creo que Salomón abandone su condición de intelectual público y se dedique a la literatura o a escribir sus memorias, como dice. Por mi parte, tampoco voy a abandonar. Lo que sí voy a hacer (de hecho lo estoy haciendo desde hace rato) es desligarme un poco, en lo posible, de esta coyuntura política malsana e irremediable. Tengo otro motivo para ello: en este país hay que pensar más en el mediano plazo, en el mundo (la naturaleza) que le dejaremos a los niños de ahora y en los problemas estructurales (educación, justicia, etc.) que debemos resolver. Por eso, tal vez hay que pensar más en las ideas y argumentos que necesitaremos más tarde, cuando la razón termine de atravesar este desierto.

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