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La sociedad del cansancio

Piedad Bonnett
08 de febrero de 2015 - 02:00 a. m.

Como dijo el editorial de El Espectador a raíz de la conmoción del país por las muertes voluntarias de Gabriel Navarro, hijo de Antonio Navarro Wolff, y de Juan David Arango, conocido presentador de noticias, el suicidio “debe pensarse como un acto personal, íntimo, de pleno derecho”, y por lo tanto merece respeto.

No obstante, saber que el planeta pierde un millón de vidas al año por este motivo, y que cada 40 segundos hay alguien que muere por su propia mano, obliga a la sociedad a plantearse preguntas sobre las causas que parecen estar multiplicándolo, sobre todo entre la gente joven.

Es claro que hay suicidios que parecieran explicarse como el desenlace desesperado frente a dolores físicos insoportables o a dolencias psíquicas que convierten el día a día en un atroz infierno. O decisiones impulsadas por la vergüenza o la dignidad, como la del investigador japonés Yoshiki Sasai, acusado de avalar falsificaciones de estudios sobre las células madres o el del subdirector de la escuela de Corea del Sur que acompañaba a los cientos de estudiantes que se ahogaron en un viaje en ferry. Aun así, todo suicidio encierra un misterio, y las explicaciones que a menudo se dan —que fue por amor, por deudas, por la pérdida de un trabajo— suelen ser simplificaciones tontas e irrespetuosas.

Más allá de las razones personales, sin embargo, existen males como la guerra y sus lesiones físicas y morales, que pueden enrarecer el espíritu de una época e incrementar los suicidios. El filósofo y teólogo de origen coreano Byung-Chul Han, autor de una docena de apasionantes y complejos ensayos, ha descrito en La sociedad del cansancio uno de esos males, y aunque no menciona nunca el suicidio podemos colegir que éste sea una de sus consecuencias. Según él, la sociedad del siglo XXI se ha convertido en una sociedad del rendimiento, a cuyo inconsciente social “le es inherente el afán de maximizar la producción”. Su tesis, desarrollada con rigor, pero en el lenguaje un tanto abstruso de los saberes especializados, podría sintetizarse así: el hombre de la sociedad del rendimiento se ha convertido en una víctima de su propio imperativo de rendir. Su mandato interior no es ya sólo “yo debo”, sino “yo puedo”. Todo esto creyendo que es enteramente libre, y sin darse cuenta de que su libertad está limitada por él mismo. “El exceso de trabajo y el rendimiento se agudizan y se convierten en autoexplotación. Víctima y verdugo ya no pueden diferenciarse”, nos dice Byung, cuya conclusión es inquietante: la sociedad del rendimiento está en la base de enfermedades como la depresión, el déficit de atención o el trastorno límite de la personalidad. Y su resultado es un ejército de depresivos y fracasados.

También advierte este autor que la administración del tiempo y la atención multitasking del hombre contemporáneo equivalen a una regresión social que nos remite al mundo de los animales salvajes, que usan esta última para sobrevivir. Al estar perdiendo la capacidad contemplativa, la posibilidad fértil del aburrimiento, del juego, del sosiego, nos estaríamos convirtiendo en hombres cansados, que reventamos a instancias del “yo puedo”. Una tesis polémica, pero que nos pone a pensar.

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