La soledad

Andrés Hoyos
26 de febrero de 2020 - 05:00 a. m.

Abundan las crónicas sobre la soledad contemporánea, en especial en los países avanzados de Occidente. Echemos un vistazo al impactante fenómeno.

Hace 40, 50 o 60 años una persona promedio vivía más rodeada de gente que hoy. La familia típica era grande, los divorcios y separaciones eran más raros, de modo que los solitarios abundaban menos, pero claro que los había. Solía ser cierto que a uno la vida le daba de entrada más conexiones que hoy, aunque no necesariamente fueran mejores. Vaya que ahora la gente emigra mucho, de suerte que el trabajo puede alejarte de tu familia ampliada, si bien se suelen mantener comunicaciones por correo, por teléfono o por chat con la gente querida que deja atrás.

La singularidad de cualquier ser humano no está en debate. Uno tiene su propia conciencia, sin conexiones nerviosas, por así llamarlas, con las de otros. “Nadie sabe con qué sed otro bebe”, decía una poeta. Sin embargo, la civilización ha sido en gran parte el viaje emprendido hace muchos siglos para poder integrarnos en grupos a veces muy grandes, como un país. La biología nos hizo gregarios. Somos una especie colaborativa.

Está demostrado que la soledad exacerbada puede aumentar, por ejemplo, los riesgos cardíacos de alguien, entre otras dolencias graves. La canícula de 2003 causó en Francia cerca de 15.000 muertes, sobre todo de gente mayor que vivía sola en apartamentos aislados y sin aire acondicionado. ¿La soledad de estos viejos es un subproducto del Estado de bienestar? Algo de eso hay, porque los latinos –y los franceses ya lo son muy a medias– tenemos una vida de familia más intensa, mientras que en los países del norte, el Estado se hace cargo de casi todo el mundo. He leído teorías de que la protección familiar puede implicar que una persona adulta sea menos productiva. No sé. Lo que me parece indiscutible es que al jubilarse, quien tiene una familia debilitada se encuentra más solo. Las iglesias, para mencionar apenas ese fenómeno, pueden entenderse como lugares a los que la gente va para estar con otros sin que le cueste dinero. ¿Que hay que creer para poder hacer parte de ellas? Sí, y por eso mucha gente defiende doctrinas que sabe irracionales, casi enrazadas de magia.

Metamos al nuevo siglo en la ecuación. Un fenómeno nuevo son las redes, en las que abundan los “amigos”, palabra que en este caso debe llevar comillas porque uno entabla con ellos relaciones en extremo tenues. Numerosos expertos afirman que estos “amigos” lo que hacen es exacerbar la soledad. Abundemos un poco en el asunto. Una persona que mira una pantalla grande o pequeña o que es atendida por algún robot o aparato, así hable por teléfono o tenga a su lado a una mascota, está sola si no hay gente a su alrededor. El que va por una ciclovía, así lleve los audífonos enchufados, no está solo; a lo sumo está aislado. Claro, son fenómenos conectados.

La idea de esta columna no es decir que la soledad es mala o forzosamente dañina per se. Hay gente que nunca vivió en pareja o dejó de hacerlo hace mucho, la pasa bien y puede ser muy creativa. Como de costumbre, lo esencial es la calidad, en este caso, la calidad de la soledad. Ciertas formas de creatividad exigen que uno se aísle para trabajar. Claro, terminado el episodio o el trabajo, lo normal es salir a buscar gente. Un proverbio africano lo dice muy bien: “Si quieres ir rápido, anda solo, si quieres llegar lejos, anda en compañía”.

andreshoyos@elmalpensante.com

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