La soledad del presidente

Hernando Gómez Buendía
22 de diciembre de 2019 - 05:00 a. m.

Cada uno de nosostros es hijo de su vida, y el presidente Iván Duque es hijo de la suya.

Mal estudiante de un colegio regular y de una universidad que era más agradable que exigente, hijo de un pupilo de Turbay que estuvo de contralor y enganchó a Iván con el ministro Santos, de ahí al BID en un trabajo de relaciones públicas y cursos para turistas, se topa con Uribe en un viaje a Palestina, regresa de senador, muy aplicado, y llega a la Presidencia porque no se llamaba Gustavo Petro.

El presidente Duque tiene buena voluntad, pero no conoce el oficio ni el país. Podría ser gerente de un supermercado, pero le falta la primera condición de quienes se dedican a la vida pública: entender por qué otras personas no piensan como él. Desde el primer día ha llamado, de corazón, a la unidad, porque cree que, pasada la guerra, deberíamos trabajar juntos por una Colombia próspera como él se la imagina.

El problema es que hay maneras muy distintas de entender esa prosperidad y, sobre todo, caminos muy distintos para llegar a ella: en eso consisten las confrontaciones políticas.

Como cualquier gerente de supermercado, Duque tiene instintos de derecha y piensa que a la prosperidad se llega como dicen los gremios: pocos impuestos para ellos, “emprendedurismo” (emprendimiento, dice la Academia), economía naranja y disciplina social. Genuinamente quiere dialogar, pero no concibe que alguien desconozca estas verdades evidentes. Y ahí vamos.

Su instinto de derecha y su uribismo implicaron entregar las tres carteras que importan a los duros: la Cancillería a Estados Unidos, para tumbar al gobierno de Maduro; la de Defensa al ministro que autoriza bombardeos que ya no eran necesarios (“más que un crimen, Sire, es una estupidez”), y la de Hacienda a un ultraortodoxo que cree con ecuaciones lo mismo que cree el presidente Duque. Los otros ministerios los repartió entre los técnicos, es decir, entre los gremios, con dos señoras amigas de Uribe para que después no digan.

Su partido, el Centro Democrático, tiene cinco problemitas: que no es la mayoría sino apenas la primera minoría, que la guerra se acabó, que Uribe pasó de moda, que el partido no sabe qué más decir y que por eso se partió. El presidente cumple con objetar mal objetada la Ley Estatutaria de la JEP y con desautorizar al consejero “de paz” (¿?) cuando revive las circunscripciones de ídem. El que figura como jefe del partido tiene el descaro de pedirle la renuncia. Y ahí vamos.

Buena persona, les cedió a los estudiantes al primer empujón, y después sus ministros anunciaron lo que todos veíamos venir: impuestos para los pobres, exenciones para los ricos, desmejoras laborales, pensiones para Sarmiento y el Sindicato Antioqueño, fracking y demás punticos del programa de los gremios. Con esto, Duque logró lo que nadie desde López había logrado en el 77: unir a los movimientos sociales, que a su vez indujeron a los descontentos y a los soñadores de todos los pelambres a caminar por las calles de un país que, aunque nadie lo sabía, es un país de ciudades. La lluvia y la Navidad por ahora resultaron ser duquistas. Y ahí vamos.

Mejor dicho: vamos en que el país se quedó sin las medidas económicas que según el presidente eran indispensables, y el presidente se quedó sin más futuro que volver a entregarse a los políticos. Es el 2020. ¡Feliz Navidad!

* Director de la revista digital Razón Pública.

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