La sopa primordial

Ignacio Zuleta Ll.
15 de enero de 2020 - 05:00 a. m.

En un laboratorio de Helsinki, la espuma viva de la sopa primordial cuyo fermento bulle en un tonel de aluminio anodizado será luego pasada por rodillos calientes para secarla y producir harina de panqueques finlandeses. Esta nutrición, hija de las penurias del planeta y de la necedad del ecocidio, ha sido creada con técnicas relativamente sencillas y gestada en el agua preñada con bacterias de la madre tierra, manipuladas con rigor científico; la fuente de la energía vital es el hidrógeno extraído de la H mayúscula del agua, en una electrólisis potenciada por energía solar de la que abunda, por ejemplo, en los desiertos.

¿Comida de probeta? ¡No para mí, mil gracias!, diría instintivamente desde lo tropical territorial telúrico. Pero…

El caviloso George Monbiot, lúcido periodista y naturalista de células sensibles de las que acusan el deterioro de la Tierra, nos da la cachetada de estas nuevas y esgrime argumentos poderosos: las proteínas y los almidones, tu desayuno diario, nacerían entonces en un laboratorio con ventanales a unos bosques sagrados, protegidos. Porque la eficiencia de esta “solar food” para generar cadenas de proteínas, grasas y carbohidratos es enorme: gasta menos agua, es infinitamente más barata, utiliza menos superficie y puede darle de comer a la humanidad sin que la humanidad se devore hasta el último recurso. Se anota un punto.

La producción de comida solar sin extinguir los recursos naturales es una idea del primer mundo, de los humanos conscientes que evalúan de nuevo el orden de las cosas —y que nos llevan ventaja por el dolor de planeta condenado si seguimos como vamos—. Este Monbiot es un curtido veterano inglés, que le ha seguido la dolorosa pista al pulso agonizante del planeta y nos insiste desde su perspectiva: la nutrición de laboratorio para elaborar los cárnicos, los omegas o los aminoácidos puede reemplazar a la agricultura industrializada, la ganadería contaminante, la acuicultura sucia, las granjas de los animales maltratados, la deforestación por ampliación de la frontera agrícola, la polución del agua. Obviamente esto permitiría que la naturaleza se recobre. Desde luego, los agricultores industriales de monocultivo y agrotóxicos, los ganaderos y las granjas de levante tenderían a desaparecer y a los empleados de estos rubros habría que buscarles solución, especialmente si fueran campesinos arraigados, las 4/5 partes de los pobres de la tierra. Otro punto.

Y bueno, para alivio de los nostálgicos, seguiríamos sembrando las frutas y verduras en nuestra huerta orgánica, la fauna silvestre tendría una opción de nuevo, los bosques recobrarían su exuberancia y ¿quizás la importante relación con la tierra, la comida y lo que representa en la cultura podrían seguir vigentes?

Para alguien criado en tierras de maíz y bosques altoandinos, con arroyos bajados de los páramos de musgos y aguas salvadoras, en un territorio bendecido —y maltratado por sus dueños codiciosos—, la idea de una arepa de laboratorio no es fácil de tragar; pero ya igual las hacemos con maíz transgénico y sus tóxicos anexos… ¡Vaya pues una complicada alternativa! Cuando en la búsqueda de salidas ante la dinámica del perverso “crecimiento ilimitado” y el consumo patológico y enfrentados a nuestra sensación de que las cosas mejorarían con la comida solar de la que hablamos, bien valdría la pena reflexionar si podemos abrazar este tipo de mutación ambivalente… ¿o seremos capaces de inventarnos nosotros el futuro?

Y concluye Monbiot, yendo al grano del asunto y reforzando su postura: “La comida libre de agricultura (farm-free) ofrece una esperanza en donde no la había”. Ya no somos cazadores-recolectores, ya no seríamos agricultores bíblicos ni falsos campesinos criptoempleados de Monsanto y pasaríamos a la siguiente etapa aún sin nombre. Aquí queda esbozada la novedosa disyuntiva, con sus peros.

 

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