La subversión del baile

Sorayda Peguero Isaac
23 de junio de 2018 - 06:45 a. m.

Odilión sabía distinguir entre el canto de un pájaro cautivo y uno libre. Sabía intuir la lluvia por el olor. “Viene agua”, decía, olisqueando el aire como si fuera un perro. Sabía cuál era la mejor hora de la tarde para tostar café, y de noche cerraba los ojos para poder escuchar los grillos con el oído de adentro. Cuando bailaba salsa, empezaba con un elegante punteo del pie derecho. En ese momento, la expresión de su rostro era tan arrebatadora que pocos se daban cuenta de que dibujaba una cruz en el suelo, un ritual de recordación para su pareja de baile ausente: La Cubanita.

Dice Toni Morrison que la primera generación de un pueblo oprimido es siempre silenciosa, y que la siguiente empieza a expresar su queja a través del canto. El canto y el baile fueron el primer territorio libre para los negros cautivos. Hasta hace poco, en España se usaban las expresiones “merienda de negros” y “boda de negros” para referirse a situaciones dominadas por el desorden y la bulla, comparándolas con los días de fiesta que los amos les concedían a sus esclavos en la época de las colonias.

Odilión no entendía la vida sin el baile de los domingos. Era un hombre de palabras contadas. Un sabio que resumía en frases muy cortas lo que consideraba importante. “Cuando bailo salsa no hay quien pueda conmigo, ¿tú me entiendes? Yo siento como que soy inmortal”, decía. Odilión y Mercedes –La Cubanita– se conocieron en El Camuy, un salón de baile que los sábados y domingos por la tarde recibía a empleadas de la limpieza, porteros y obreros de la construcción que trabajaban en el centro de la ciudad.

La salsa era el ritmo elegido por los parroquianos de El Camuy para dar rienda suelta a un talento que nadie le enseña a nadie. “Eso se tiene o no se tiene”, decía Odilión, que tuvo la suerte de coincidir con La Cubanita en un mismo tiempo y espacio. Decía que la elección de una pareja fija sucedía de un modo natural, como el enamoramiento. Solía recordar a La Cubanita con el vestido blanco y los aretes de cuentas azules que llevaba el día que bailaron su primera pieza, Primoroso cantar, una canción del puertorriqueño Tite Curet Alonso, interpretada por Pete "El Conde" Rodríguez para la orquesta del dominicano Johnny Pacheco. Los versos compuestos por Curet dan cuenta de un hecho real: el origen de un canto que empezó a sonar en los barracones de negros secuestrados y llevados de África al Caribe.

Hoy experimenté la extraña alegría de terminar de escribir esta columna escuchando música. Convencida de que la música me abstrae de cualquier cosa que suceda alrededor, ni siquiera lo había intentado. La primera estrofa de Primoroso cantar me sugirió imágenes que he visto en las fotografías de algunos libros y en películas que he jurado no volver a ver, porque me inundan la sangre de una rabia absurda. Después empecé a marcar el ritmo del estribillo con mis pies descalzos, y a tatarear una letra que memoricé antes de aprender el abecedario, porque, como sabemos todos, la letra con música entra. A partir de aquí, las imágenes fueron distintas. Eran postales en sepia de gente que cantaba y bailaba con gran belleza, con una fuerza que no parecía de este mundo. En ese espacio, rítmico y sagrado, eran seres libres, inmortales.

sorayda.peguero@gmail.com

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