La trampa del oprimido

Mauricio García Villegas
23 de junio de 2018 - 01:45 a. m.

La semana pasada escribí sobre las trampas del radicalismo: a veces, cuando un grupo político adopta una posición que no admite nada menos que la revolución, se arriesga a fortalecer la posición de sus enemigos o, peor aún, a transitar por el camino de la guerra civil. Por exigir todo, no gana nada o pierde más de lo que tenía. Para defender esta idea hablé de Germaine Tillion, una francesa que luchó en la Resistencia y que alertó contra la complementariedad de los enemigos extremos. Terminé diciendo que hablaría hoy de Nelson Mandela, un personaje que también alerta sobre las trampas del maximalismo.

Al inicio de su carrera, Mandela justificaba el uso de la violencia contra los afrikáners, la minoría blanca que había impuesto el apartheid en Sudáfrica. “No se puede combatir el fuego sino con el fuego”, decía. Sin embargo, con el paso de los años, Mandela se fue dando cuenta de que esa minoría nunca se dejaría expulsar de una tierra que, con justa razón, consideraba su patria. Así las cosas, había que escoger entre convivir pacíficamente con ellos o padecer los horrores de una guerra interminable y sangrienta. Mandela optó por lo primero.

A esta conclusión fue llegando poco a poco, en la cárcel, a través de la meditación y la lectura, durante sus casi tres décadas de encierro. Los primeros signos de este cambio se dieron cuando descubrió que sus carceleros eran gente ordinaria y que incluso había entre ellos personas sensibles y bien intencionadas. Decidió entonces ponerse a estudiar la lengua de sus enemigos y a leer la historia de los afrikáners para entender su cultura, su pensamiento y sus méritos. Ni nuestros adversarios son completamente malos y siempre se equivocan, ni nosotros somos completamente buenos y depositarios de la verdad, escribió después en su biografía.

A partir de allí, y sin abandonar sus ideales de siempre, se dio cuenta de que no hay que buscar la sumisión de los enemigos (eso reproduce el conflicto), sino su consentimiento. De esa manera, aceptando al otro como un ser humano, con dignidad y méritos, se logra escamotear la guerra. Alimentar el resentimiento, decía, es la peor manera de resolver las diferencias; es algo así como “beber un veneno y esperar que así mueran nuestros enemigos”.

Mandela no era un pastor religioso ni su causa era la salvación de las almas. Era un político y su objetivo era rescatar a su pueblo de la opresión en la que vivía. Pero entendió que siendo amable y receptivo con sus verdugos no solo hacía lo correcto, sino también lo útil. La moral y la política (¡qué fortuna!) se ponían en sintonía.

En medio de la polarización había muchos que no creían en eso y en particular dos grupos poderosos que Mandela tuvo que enfrentar: la minoría blanca, por supuesto, y el ala radical de su propio partido (el Congreso Nacional Africano) que no estaba dispuesta a negociar y mucho menos a ser amable con esa minoría. Contra los radicales de su propio partido logró imponer la idea de que una de las tareas esenciales de la nueva sociedad era la defensa de los derechos de la minoría blanca. Así logró doblegar a esa minoría y con ello obtuvo el apoyo de los radicales de su lado: todo un círculo virtuoso.

Mandela muestra mejor que nadie cómo el odio y la descalificación rotunda del otro son, con mucha frecuencia (no siempre), una actitud que encadena a los subordinados a su propia suerte. Aborrecer a los opresores, no aceptar nada de ellos y creer que los subyugados son perfectos y nunca cometen errores es, a veces, caer en una trampa sicológica (la “trampa del oprimido”) que ayuda a perpetuar al opresor.

 

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