La última tarde los pelicanos de enero

Cristo García Tapia
06 de febrero de 2020 - 05:00 a. m.

Ya la aljaba de Diciembre se fue toda por el arco del Arquero.

-  Rubén Darío.

Sobre los troncos náufragos posan su milenaria humanidad de plumas cenizas y picos de cuchara.

Son dos pelícanos de los primeros tiempos del mundo. De cuando todavía el mar no había adquirido esa tonalidad gris y verde que ondea inmemorial entre Tolú y San Antero.

Somnolientos y pesados, casi olvidados ya del arte de volar y zambullirse en este tibio pedazo del Caribe en el que anidan desde su nacimiento, ensayan en los ocasos marinos que lindan con el cielo su prodigiosa resurrección de animales de viento y sal.

Bajo un cielo que deja ver las criaturas que lo habitan por dentro, sueñan los mares remotos de su vuelo inaugural, los veranos que cabalgaron inmemoriales bajo sus alas plomizas, el invierno que ahora los recuesta contra la soledad pedregosa de la muerte a la que empiezan a sucumbir sin ningún ritual.

A lo sumo, una vuelta en derredor del tronco en el que posan sin lamentos su humanidad de plumas y graznidos, sea la última liturgia de vivos de estos náufragos errantes.

Ahí estaban, dos pelícanos en su última tarde, pero no encontré la ciega que cantaba entre los clemones del puerto una como canción de marineros negros, lejana y triste, de otros parajes de olores y colores sonoros en la basta geografía de océanos que recorren los vientos.

Tal vez, se la tragó el mar para apaciguar su hambre infinita de luz y distraer los pavores y tormentos de su ceguera. 

O se encantó con la luna pálida de enero que pastorea su procesión de estrellas y luceros por las recónditas islas de Múcura y Tinajones; por los territorios de caballitos y brujas de mar de Cedrón.

De aquella ciega que una mañana oí cantar entre la levedad de los clemones, solo el mar dirá. Nadie más, ni siquiera las olas de eternidad que todo lo convierten en fantasmas asombrados de yodo y espumas.

O en nubes, las formas vaporosas, etéreas, de ser de las cosas cuando se despojan de las nervaduras de su pellejo terrenal. De la simplicidad que las habita entre los mortales.

Una hora antes de su muerte, los pelícanos ya han decidido el lugar en el que van a morir, el lago salobre y grueso de la eternidad de las aves de mar.  Un cementerio en el que puedan distraer el tedio azuloso de la muerte, ensayar las formas de las nubes que adoptarán, el ruido de sus alas golpeando levemente el milagro de la resurrección.

En esta última tarde de los pelicanos enero, alcanzo a figurar el rostro de luna negra de la pitonisa de Jamaica que me enseñó a leer el misterio de las formas, rostros y colores de las nubes; a encontrar en sus figuras y tonos el arcano de las cosas, el tiempo propicio para el amor y la pesca, los signos del verano, la soledad de los inviernos.

Nunca volví a tener noticias de ella, ni a soñarla, hasta esta tarde que vi su silueta entre un ramillete de nubes nostálgicas que se deslizaban entre San Antero y San Bernardo del Viento, cuyo destino final acaso fuera el reino encantado del caimito, del lirio y los clemones.

En el instante que la miro, el mar bambolea la pareja de pelícanos que por última vez miran también la línea invisible que lo separa de la tierra, el cordón de luz que lo amarra con el horizonte, los pastizales de los caballitos de mar, los nidos del cormorán. 

Deshaciéndose al final del cielo, vuelve a ser la hechicera que me enseñó de niño a leer en la forma de las nubes los hados; a encontrar en ellas el misterio perdido de lo terrenal, los colores que habitan el más allá del mundo. La canción de la ciega entre los clemones del puerto… el reino del caimito.

* Poeta

@CristoGarciaTap

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