La universidad en tiempos de coronavirus

Catalina Uribe Rincón
14 de marzo de 2020 - 05:00 a. m.

En su compromiso por retrasar la pandemia del COVID-19, varias de las universidades de Estados Unidos han decidido cerrar sus campus y hacer sus clases temporalmente virtuales. En un esfuerzo titánico, estas universidades han empezado a implementar planes de contingencia que combinan sus ya muy desarrolladas plataformas online con herramientas de videocomunicación como Zoom. Los profesores estamos siendo capacitados, contrarreloj y a punta de tropiezos, para mover los programas de clases que por siglos han funcionado en el aula física al aula virtual. En Colombia varios políticos y líderes de opinión han sugerido que ya es hora de movernos, que vamos tarde, que el futuro siempre ha estado en la web.

Sin embargo, los amantes de la virtualidad no reportan las restricciones. La educación a distancia no opera para muchas de las clases de artes ni para las prácticas de laboratorio. Y entre los cursos que se espera trasladar, las instrucciones llegan con observaciones sobre la importancia de ajustar los objetivos. ¿Qué cree que puede lograr de manera realista durante este período de tiempo? ¿Puede mantener su programa original? ¿Espera que los estudiantes continúen con la lectura, junto con algunas tareas para agregar estructura y responsabilidad? ¿O sólo pretende mantenerlos involucrados y activos de alguna manera? Muchos profesores están apuntándole a esto último: ¿cómo resguardar algo de pasión y normalidad mientras pasa la crisis?

Y la crisis va a pasar, ojalá con el menor número de muertes. Pero una pandemia mundial nos obliga a preguntarnos sobre el fin, no de las clases, sino de la educación. Nada como un revuelco existencial para examinar qué es lo que estamos haciendo y para qué. Tanta tecnología y plataformas para saber que muchos de los cursos, los que llaman del núcleo, los que están en la base de la formación humana, no han superado a Sócrates. Los que leen a Platón se fijan, a veces, en lo que se dice, pero no en lo que no se dice, no en los gestos que señala, no en las risas ni en los suspiros, por algo son diálogos y no tratados. Y por algo también las clases se planean de una manera y terminan yendo de otra. Cada clase es una construcción colectiva que agarra vida propia en la conversación. No todos los grupos tienen las mismas preguntas ni terminan apasionados por lo mismo. ¿Podremos algún día trasladar esta experiencia formativa a lo virtual?

Una colega me contó que durante su preparación para enseñar español como segunda lengua tuvo que leer los estudios de lo que funciona, y lo que no, en las clases presenciales y en la plataforma virtual. Una de las anécdotas que me llamaron la atención fue la de un estudio de correlación entre nota y actividad. El estudio quería averiguar si el comportamiento de los estudiantes cambiaba con la amenaza de la nota. Para sorpresa de todos, la calidad de los textos entregados no disminuyó. Ya sea por vergüenza o por compromiso individual, el esfuerzo se mantuvo relativamente intacto. Por el contrario, una vez se suspendió la nota, los chats de discusión online quedaron desiertos. ¿Qué tienen las sillas del salón que no tienen los chats? ¿O la magia está en los pasillos? ¿Cambia la conversación si de todo queda registro? No sabemos qué es, pero sí parece haber algo del tiempo del pensamiento que cambia cuando le alteramos el espacio.

 

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