La verdad, la mentira y la memoria

Héctor Abad Faciolince
30 de septiembre de 2018 - 00:00 a. m.

La elección de un juez de la Corte Suprema de EE. UU. es una batalla entre concepciones del mundo. Juntos, los nueve “Supremes” tienen tanto poder como el mismo presidente. Por un voto decidieron que Bush y no Gore era el elegido en el 2000; los jueces despenalizaron el aborto; ellos mismos no reprobaron el matrimonio gay; a ellos se debe que sea legal la pena de muerte, ilegal consumir drogas y que sea fácil comprar armas. Su poder, pues, es solo comparable al del presidente y al del mismo Senado.

Hubo un tiempo en que demócratas y republicanos votaban juntos por algún candidato que les parecía que estaba por encima de los partidos, pero también en EE. UU. asistimos a una polarización creciente de la política. El mecanismo de elección dice que el presidente propone un nombre y el Senado lo confirma. Durante 293 días Obama esperó a que su candidato para la vacante de Antonin Scalia, el muy reputado juez Merrick Garland, fuera confirmado. Los republicanos, con mayoría en el Senado y en un bloqueo sin precedentes, ni siquiera lo citaron a una sola audiencia de confirmación.

Una de las primeras movidas de Trump al llegar al poder fue proponer un juez a su medida. El Senado impuso la confirmación de Neil Gorsuch, de apenas 49 años, con lo cual los republicanos tendrán un juez que podría estar en la Corte 30 o 40 años, pues el cargo de supremo es vitalicio. Con su elección, la Corte quedó empatada entre jueces conservadores y de avanzada, con el magistrado Anthony Kennedy en el centro, votando a veces a la derecha y a veces a la izquierda.

Cuando el juez Kennedy renunció, Trump propuso un nuevo candidato conservador, Brett Kavanaugh, un abogado católico que estuvo muy comprometido en el sexgate que casi lleva a Bill Clinton al impeachment. Kavanaugh estaba con quienes creían que Clinton había cometido perjurio al negar su relación sexual con Monica Lewinsky, y creía además que había acosado a Paula Jones y a Juanita Broaddrick en su juventud. En estos casos, sin testigos, la palabra del presidente se enfrentaba a la palabra de quienes lo acusaban de abuso sexual.

Némesis, en la mitología griega, es la diosa de la justicia retributiva. A Némesis le gusta castigar con las mismas armas que ha usado antes el castigado. Y a Kavanaugh le ha llegado su némesis de la mano de una distinguida doctora en psicología, Christine Blasey Ford, que lo acusa de acoso sexual cuando ambos estaban en bachillerato, y de parte de otras dos mujeres que presentan cargos parecidos. El testimonio de Ford fue impresionante y a la inmensa mayoría de quienes lo vimos nos dio la impresión de que era sincero, verdadero.

Brett Kavanaugh niega todos los cargos de Ford e incluso afirma que durante sus años de bachillerato y universidad se conservó íntegro (virgen) sexualmente. Atribuye estas acusaciones a un complot de los demócratas y a una campaña de difamación y linchamiento moral por parte de la izquierda. Rompió a llorar cuando contó que sus hijas de diez años rezaron el día anterior por la señora Ford.

Los que deben decidir a quién creerle son los senadores estadounidenses. Al parecer todos ellos votarán según sus prejuicios: los republicanos le creerán al candidato de Trump y los demócratas a la psicóloga que lo acusa de abuso sexual. Solo como un experimento mental, ¿a quién le creemos nosotros? Sin duda en todos nosotros influye el sesgo ideológico, o de género. En estos casos sin testigos yo tiendo a creerles más a las mujeres que a los hombres (tanto con el demócrata Clinton como con el republicano Kavanaugh). Pero hay algo que me inclina aún más a creerle a la doctora Ford y es la imprecisión de sus recuerdos: admite que no sabe el día exacto, ni la dirección de la casa donde ocurrió el hecho, pero que de su memoria no se borra la cara del agresor. La memoria de la verdad es imperfecta. El énfasis de Kavanaugh, en cambio, cuando niega con lujo de detalles, me hace pensar que es él el que está mintiendo.

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