La verdad y la felicidad

Arturo Guerrero
07 de diciembre de 2018 - 05:00 a. m.

El túnel más oscuro de la vida es la insoportable muerte. Íntegras las células del organismo se rebelan contra la no existencia. La historia de los pueblos no ha sido suficiente para siquiera alumbrar con velas la cara de la muerte.

Egipcios, tibetanos, mexicanos son quienes han avanzado más en ese túnel con salida al lado opuesto de la lógica. Unos con petrificación de la carne, otros con adivinación sobre las encrucijadas posteriores, otros con la risa de las catrinas ensombreradas.

Nadie acierta sobre el último momento. ¿De qué forma moriré? ¿A cuál de mis edades? ¿Además de muerte, tendré dolor y decrepitud? ¿Qué será de mis amores luego de mi vuelo fatal? Ningún vivo ha concebido los pormenores espaciotemporales y sicológicos de su muerte.

Magias, religiones y metafísicas han mendigado algún consuelo al atribuir los alrededores de la muerte a potencias divinas, al destino, a alguna predeterminación o karma. Pero estas conjeturas encierran tantas certezas como perplejidades. En efecto, echar mano de factores ultranaturales es admitir que los humanos fracasan rotundamente ante al velo terminal de sus existencias.

Estos pensamientos apocalípticos no son pasatiempo exclusivo de filósofos, pastores o moralistas. No, cada persona sostiene un combate privado con la muerte. Las pesadillas infantiles tienen mucho que ver con la eventual desaparición de los padres. Los ancianos despiertan cada mañana sospechando que sea la última. La juventud inmortal es inmortal precisamente porque esconde un temor inconfeso a la mortalidad.              

Es comprensible que la gente se conforme con la muerte y su penumbra. Es un bálsamo atribuir a los dioses lo que concierne con la parca. Los seres que todo lo pueden se encargarán de hacer encajar el absurdo dentro de las normas de la inteligencia.

¡Alto ahí! ¿Qué sucede cuando no son las deidades las que determinan una muerte, sino otros hombres, es decir, seres semejantes a la víctima? En este caso las consolaciones de los mitos se derrumban. Y en su lugar se yerguen motivos pertenecientes a la órbita entera de los humanos.

Es entonces cuando la búsqueda de la verdad, ahora sí accesible, se vuelve un imperativo categórico. Tan categórico que justifica la lucha de los deudos por el resto de sus vidas. Alguien se arrogó el derecho de tronchar la vida de un hijo, un marido, una madre de otro hombre, en un acto concedido y tolerado solamente al destino y a las deidades.

Las brumas de la muerte natural se han cambiado por las perfidias del asesinato o la desaparición, y a causa de este trueque entra en insurrección el rompecabezas cerebral que hace soportable la vida de los amados de la víctima. Cuando las piezas las componían los dioses, no había más remedio que la sumisión.

Ahora no. Teresita Gaviria, líder de las Madres de la Candelaria, a quien hace 20 años los “paras” le desaparecieron un hijo, resume así en el especial de Arcadia sobre la Comisión de la Verdad sus visitas a cárceles: “Sesenta y cinco mujeres han podido saber qué pasó con sus hijos desaparecidos. Esas mujeres están felices. Si a mí me dijeran dónde quedó mi hijo, yo quedaría feliz”.

arturoguerreror@gmail.com

 

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