La vida muelle

Enrique Aparicio
30 de septiembre de 2018 - 05:00 a. m.

Uno no sabía si el flamante uniforme le servía para estar vestido o si las mujeres que se deslumbraban con él solo deseaban quitárselo. Hubo una dama que comenzaba la madurez, lo que conlleva a la experiencia, que después de una tarde de sexo convenció a nuestro general para que posara para ella en un sillón de la sala, claramente con la intención de mostrar la foto a sus amigas, y el Adonis, tan inocente y ególatra, creyó que la dama la guardaría en su corazón desnudo.

El general de brigada Alexander era uno de los militares de alta graduación del ejército de Su Majestad.

Había sido nombrado para hacer parte del regimiento que protegería los territorios británicos en el Sudeste asiático. Cuando le llegó el nombramiento a su despacho en Londres, se le torció la cara. Ni siquiera sabía dónde quedaba Singapur y menos qué iba a hacer allá. En Londres estaba a sus anchas, con una esposa joven y condescendiente que miraba para otro lado cuando su flamante marido le comunicaba que tendría que trabajar hasta altas horas de la noche para unos proyectos secretos del ejército. La idea del traslado a Singapur, donde Gran Bretaña tenía una base militar enorme, fue cambiando después de consultar algunos amigos.

“Mira, Alexander, la pasarás de maravilla. Lo importante es que te afilies al Club, que tiene todas las ventajas de nuestros clubes en Londres, además de que a partir de las 5 de la tarde, cuando el calor va cediendo, todos los contactos que te encontrarás ahí estarán en un solo plan: beber ginebra. Seguro no pasarás desapercibido para las mujeres jóvenes. Se trata de un lugar tranquilo, muy civilizado, donde los locales son obedientes y dan buen servicio.”

Al brigadier se le iluminó el rostro. Conquistas fáciles y pasar buenos ratos ¿Qué más podía pedir? Sin preocupaciones por la guerra. A su mujer, Leticia, le explicaría de lo importante de su designación.​

La llegada a esta ciudad estado no fue problema ni tuvo contratiempos. La familia se instaló en una inmensa mansión que llamaban Casa Loma, con una cantidad exagerada de servicio local: mayordomo, cocinera, tres muchachas encargadas de servir y limpiar, un jardinero y su joven ayudante, un chofer, un vigilante y algunas personas más. La adaptación fue rápida y tranquila. En los círculos sociales se habló sobre la pareja en los mejores términos.

Alexander empezó sus contactos con el estamento militar local, ginebra en mano y en el club.  Las tardes tropicales producían una somnolencia magnética, donde después de varias ginebras la fantasía arrojaba imágenes de caricias y sexo prohibido. Tales eran parte de las preocupaciones de casi todo el cuerpo militar.

La invitación protocolaria llegó. Era de Mr. Thomson, representante del gobierno británico en Singapur. Un hombre muy flaco, de casi dos metros, vestido impecablemente, de pocas sonrisas, pero amable en sus modales.  La cita para almorzar la organizó en el sitio más emblemático: el Hotel Raffles, inaugurado en 1887 y nombrado así en memoria de Sir Thomas Stamford Raffles (1781-1826), el estadista inglés que fundó Singapur y que trabajó incansablemente para el mejoramiento de la calidad de vida de los locales. Solo a la gente de raza blanca se le permitía entrar.

El recién llegado al “León de Asia” (así se llamaba Singapur en tiempos inmemoriales) imaginó que el almuerzo sería lo usual: una gran pleitesía para con el recién llegado, quien formaría parte de los valientes militares que estarían dispuestos a dar la vida luchando contra cualquier invasor. Aunque todo el mundo sabía que éste era un puerto que se usaba para sacar todos los recursos naturales de países asiáticos, como Malasia, con destino y para beneficio del imperio de Su Majestad.

La conversación fue desarrollándose con los temas normales, como la llegada y algo de política, pero algo apareció en la percepción de Alexander que no le quedaba claro. Mr. Thomson no era de los que se deslumbraran con ninguna chatarrera, galón o medalla. Algo peor, las aborrecía, lo que se verá más adelante por la conversación que tuvo lugar.

El delegado del gobierno de Su Majestad entró embistiendo directo.

“General”, empezó Mr. Thomson.

“General de Brigada, si no le importa”, lo corrigió Alexander.

El espigado Thomson hizo caso omiso del comentario.

“Mis informantes de hace muchos años, a quienes les tengo gran confianza, me han mencionado que Japón prepara un ataque invasivo a Singapur y países vecinos, donde contamos con presencia militar poco efectiva. No debemos posponer una preparación mental, física y de armamento más acorde con los tiempos actuales.”

Alexander, para compensar la idea de lo que hubiera sido una tarde de buenos tragos, y chismoseo local, adoptó un tono de militar docto, de persona a la que, si se le habla de acciones militares, tendrá la última palabra porque él sí sabe.

“Con su debido respeto, Thomson -respondió en tono casi despectivo-, nuestra organización de inteligencia de los desarrollos geopolíticos tiene en cuenta que con Japón hay un pacto de no agresión y que cualquier idea de invasión se le dificultaría si trata de pasar ejércitos vía Tailandia, que es un país neutral.”

“General, voy a serle franco. Usted acaba de llegar y es bueno que se entere: Nuestro ejército, como ya se habrá dado cuenta, tiene el mismo uniforme que se usaba en la Primera Guerra Mundial, con pantalones cortos que no protegen a nuestros soldados de mosquitos y otras alimañas y que no puede evitar las heridas que produce la maleza cuando se camina en la espesura de la selva. Sus rifles también son de esa época, con un poder devastador, pero las balas son demasiado pesadas. Los 36 kilos que cada soldado debe cargar los hace muy lentos para largas marchas.”

El espigado Thomson quiso ver cómo estas palabras entraban en la mente de Alexander, pero lo único que éste hizo fue mirar el reloj, para recordarle a su interlocutor que el tiempo se acababa. Fue una actitud despectiva, poco inteligente y con el ego a flor de piel. Pero el delegado del gobierno británico no se amilanó. Con una gran energía, continuó exponiendo su idea.

“Comprendo que pueda tener afán para atender otros compromisos quizás más importantes que éste, pero le repito: Japón se está preparando para invadirnos. No le importa ni la neutralidad de Tailandia ni el acuerdo de paz con nosotros.  Créame, en un año o menos estarán en Singapur y usted podrá caer prisionero con toda su familia si no es que antes sale huyendo para Londres. Es una pena que nuestra actitud combativa se limite al número de ginebras que puede resistir un militar. Hay una carencia total de combatividad.”

Nuestro flamante general de Brigada movió todos los hilos que pudo para, por si las moscas, salir de la isla asiática con su familia y ponerse a salvo en Londres.

La estimación de Thomson resultó totalmente cierta. Del 7 al 15 de febrero de 1942 el general japonés Tomoyuki Yamazhita fue el encargado, por parte de Japón, de llevar a cabo la invasión al sudeste asiático, donde los ingleses era dueños y señores. En la Batalla de Singapur, Yamazhita venció a los ingleses con un ejército de apenas 30 mil hombres frente a los 85 mil británicos comandados por el teniente general Arthur Percival.

***

Llegamos a Singapur con mi amante solo para respirar las ideas de una ciudad-Estado, con un gran poderío económico, así como una fuerza cultural y multirracial que le dan a Singapur un puesto en la vanguardia mundial, con sus barrios marcados por el respeto a las diferentes religiones.  

YouTube:

https://youtu.be/L9fvQnUgtkk

Que tenga un domingo amable.

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