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La vida sólo es reivindicada con la muerte

Beatriz Vanegas Athías
25 de agosto de 2020 - 05:01 a. m.

Se murió el señor Rafa (Rafael Bueno) que superó de manera hiperbólica el sentido de su apellido, porque no fue bueno de una manera conocida (como dice el poeta Raúl Gómez Jattin) sino bueno con lo poco que la vida le dio: unas vacas, un caballo, una bicicleta para ir a su monte, unos hijos que le dieron nietos, una casa en el pueblo y una mujer (Angelita) que era su corazón y una manera de hablar en la que cada palabra correspondía a un principio. Murió antes de llegar al hospital destartalado del pueblo y con él se fue un poco de mi vida.

Se murió el músico Tulio Meza que compuso himnos y cantos sencillos y para cubrir de orgullo la tristeza de habitar un pueblo que inventa chistes con su desgracia y su evitable fatalidad. A su entierro fueron en moto y con tapabocas muchos paisanos que vivieron un día de duelo municipal porque se calló la música de viento de don Tulio Meza.

Se murió la niña Tulita Alemán (en El Caribe “niña” indica el respeto del nombre señora), vecina y amiga, es decir, casi familia de mi madre. La niña Tule era toda silencios, risa y palabras justas: le vendía la leche de las vacas de su marido terrateniente a la vecindad y en épocas de creciente y de ausencia de bienestar le fiaba la leche a la niña Amely Athías quien después le devolvió el favor abriendo sus cuadernos de cuenta para que la niña Tulita fiara en su tienda. Con su muerte murió de nuevo mi madre.

Se murió Ismael Arce, un señor que en mi infancia veía como un gigante negro. Se murió y su único éxito en el mundo (su pueblo) era una tienda de víveres y abarrotes que quedaba situada justo donde cada diciembre se sembraba el pajarito para bailar la tambora, ah, y una estridente carcajada que se regaba en toda esquina del pueblo a habitar la amistad y el relajo.

Se murió Catalina Reyes, maestra, amiga, librepensadora con el moño suelto que hasta el último segundo creyó que todo es posible gracias a la palabra bella y razonada. Bailó con la muerte valses, boleros, salsa, porros, vallenatos y la dejó extenuada. Hasta que un día se le carcajeó en la cara para decirle que se iba cuando ella quisiera no cuando la cachureta dictaminara. Se murió Catalina y me dejó el coraje por legado.

Se murió la poeta Luisa Fernanda Trujillo, a quien poco conocí (y mucho leí que es una manera de conocerla); se murió en su ley: batallando contra la podredumbre del cuerpo y consciente del momento justo en que llegaría la derrota a quien le puso una zancadilla para que no se ensañara más con ella. Muchos muertos que quedaron vivos dicen hoy que era una gran poeta, asunto que se negaron a expresar cuando estaba viva.

Se murieron (los mataron unos muertos que dicen estar vivos) en un cañaduzal en Cali: Álvaro José Caicedo, Luis Fernando Montaño, Josmar Jean Paul, Leider Cárdenas Hurtado y Jair Andrés Cortés. Murieron porque eran niños. Porque estaban ahí. Murieron porque en Colombia, para existir hay que morir.

Mataron en Samaniego a Bairon Patiño, Brayan Cuaran, Daniel Vargas, Elián Benavides, Jhoan Sebastián Quintero, Laura Mishel Riascos, Oscar Andrés Obando y Rubén Darío Ibarra. Los mataron tal vez porque eran deportistas, estudiantes de Ingeniería, vendedora de postre para reunir la plata y estudiar Medicina. Mataron tres en Ricaurte, y la prensa dice tres indígenas: no tienen nombre, tal vez los mataron por eso. Cinco personas asesinadas en El Caracol, seis asesinadas en El Tambo; otras seis en Tumaco. Tal vez se murieron, tal vez los mataron por estar vivos, por ser un número. El presidente zombi que gobierna Colombia, Iván Duque Márquez, reivindica la vida con la muerte a quien llama “homicidios colectivos” y la conjura anunciando canchas de fútbol.

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