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Las balas de Gonzaloarango

Reinaldo Spitaletta
02 de septiembre de 2008 - 02:47 a. m.

ENARBOLANDO SU BANDERA DE PIrata, Gonzaloarango, símbolo de irreverencia e iconoclasia, tuvo más de santo que de demonio, si así puede considerarse a alguien que, con sinceridad, luchó por ideales de justicia y de belleza.

Y contra la bobaliconada de una sociedad hipócrita, de falsas morales. ¡Ah! y de tartufos, unas veces de camándula y otras de fusil. O de banda presidencial. Vista desde ahora, en un país de barbarie y estructuras mafiosas, la irrupción nadaísta podría parecer el oficio de un grupo de querubines rebelados que se propuso espantar beatas.

Sin embargo, a la luz de los tiempos del Frente Nacional y más de trescientos mil muertos de La Violencia, en medio de un ambiente de mojigatería y rosario de seis de la tarde, la prédica nadaísta era una suerte de pústula, un vómito en la cara del presidente y del mercader, un baldado de excrementos sobre el virginal país de la doblez, un escupitajo a la sacrosanta tradición.

El nadaísmo —que no se propuso destruir el orden sino desacreditarlo— en esos días de inciensos fue más que “la menstruación de una gallina”, y más que “la Santísima Trinidad tomando su té en el Astor”, y mucho más que “una masturbación de monjes en comunidad”. Fue la réplica de una generación que no soportaba más el olor a mortecina del establecimiento, ni sus valores bursátiles, ni de esa patria boba, hoy más boba —y más violenta— que nunca.

Y Gonzaloarango fue su profeta, su ángel de fuego. Y su Cristo (¿o su anticristo?). Quizá sus posturas no fueron muy originales, y posiblemente hayan sido tomadas de otras latitudes, pero el ruido que armaron aquellos jóvenes “geniales, locos y peligrosos” en el seno de la conventual provincia se erigió como un referente distinto, un llamado a la desobediencia y a la necesidad de insurrección. “Luchar por liberar al espíritu de la resignación”, decía su primer manifiesto.

El profeta de Andes sintetizó la contienda de los nuevos contra los viejos imaginarios, contra las obsoletas representaciones de un país sometido. Fue la suya —y la de sus adeptos— una actitud de búsqueda de lenguajes diferentes, la de desnudar las miserias nacionales desde una perspectiva literaria, poética, periodística. La palabra, provocadora de cataclismos e incendios.

Decir ahora que Santa Teresa era una mística lesbiana o decir que uno no es católico por respeto de sí mismo, y porque son católicos “Darío Echandía, José Gutiérrez Gómez, Fernando Gómez, Laureano Gómez…” no tendría ninguna gracia ni causaría ampollas; sería apenas una insulsa dicharachería. Pronunciarlo en aquellos sesentas, esparciendo asafétidas y yodoformo en un congreso de “escribanos católicos”, sí era un bombazo, un acto subversivo y emancipador.

A 50 años del nacimiento del nadaísmo, Gonzaloarango es el símbolo del despertar de un país narcotizado, plagado de sotanas y guerras intestinas; un símbolo del hombre que se resiste a ser grey y no permite ser absorbido por la mediocridad, ni por el unanimismo, ni se deja obnubilar por los cantos de sirena de los dueños del poder, ni por los oropeles del capitalismo.

A lo Fernando González, enseñó caminando y así encontró su propio camino. “No llegar es también el cumplimiento de un destino”, dijo en 1958.

Fueron el profeta y sus compinches una especie de guerrilleros verbales, de insolentes muchachos que, con sus pataletas y emboscadas de palabras, alteraron la ritualidad y el tedio de la aldea.

Gonzaloarango se murió de “camionazo” (1976) cuando ya también se había esfumado el movimiento que creó. Le sobreviven, me parece, algunos reportajes, varios poemas y manifiestos, uno que otro cuento, Medellín a solas contigo, Elegía a Desquite, pero, sobre todo, su actitud de hombre honesto, de santo que, a gritos, reveló verdades a un país de asesinos y mentirosos.

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