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Las fotos de Daniel Mordzinski

Santiago Gamboa
25 de enero de 2013 - 11:00 p. m.

La obra fotográfica de Daniel Mordzinski —que por estos días puede verse en la Alianza Francesa de Bogotá—, ese territorio vedado donde sus fotos son posibles y que es un país de armonía, plasticidad y arte en su sentido más alto, me lleva a recordar la vieja amistad entre la literatura y la imagen.

Pienso en esa legendaria semana, allá por los años treinta, en que Hemingway y el fotógrafo Walker Evans se encontraron en el hotel Ambos Mundos de La Habana y se encerraron a beber ron durante diez días “que estremecieron a Bacardí”, como escribió Cabrera Infante.

O en los retratos de Nadar a Baudelaire y Victor Hugo y Edgar Allan Poe, en cuyos rostros se ven los miserables y los paraísos artificiales e incluso los pozos y los péndulos de tres creadores atormentados. No son sólo rostros humanos. Son artistas heridos por una obsesión que los lleva a mirar la realidad de un modo distinto, y es así como Nadar, a su vez, los retrata, explorando un estilo o un mundo literario a través de la imagen del autor, y a la vez creando una imagen artística. La visión que el fotógrafo expresa del escritor es a la vez su personal lectura y su propia obra.

Del mismo modo, la mirada de Mordzinski da testimonio no sólo de un grupo de autores, sino de una época, pues sus retratos van desde Borges, Vargas Llosa y García Márquez, hasta los autores más jóvenes, caso de Alejandro Zambra o Guadalupe Nettel, pasando por los más destacados de generaciones intermedias como Roberto Bolaño, Javier Cercas o Rodrigo Rey Rosa. Es el testimonio de esta época aciaga y violenta pero también bella e intensa que nos tocó vivir, y que él atrapa en sus retratos. En los rostros de los escritores nos informa sobre sus mundos, sus obsesiones, sus ciudades o esquinas importantes. Jugando con sombras, decorados o fondos, en sus composiciones Mordzinski ofrece su personal comentario de la obra de cada uno, pues una de las cosas que él siempre señala es que ha leído a todos sus retratados, o al menos a aquellos cuyos retratos él expone y publica. Estos espacios, en el fondo, resultan ser el envoltorio perfecto del alma de cada uno, que puede ser una habitación de hotel o una ventana con vista a un parque industrial o un bulevar de París, la ciudad en la que vive Mordzinski y a la que ha dedicado uno de sus más bellos libros, La ciudad de las palabras.

La obra de Mordzinski, para quienes hemos tenido el privilegio de conocerlo, es también una bitácora del paso del tiempo, y en esto se parece a las novelas. El tema de la novela y, casi diría, del arte en general, es justamente eso: el paso del tiempo, el turbulento y caótico paso del tiempo por la vida de todos. Y es justo ahí cuando Mordzinski dispara. Los que ya fuimos retratados por él lo sabemos, y por eso descubrimos matices que desconocíamos, instantes que él sabe seleccionar y sacar a la luz y que ennoblecen, que sólo se manifiestan con el golpe seco, el “clic” de esa cámara silenciosa que siempre emerge cuando él anda por ahí. Quienes escribimos —y quienes no lo hacen también— tenemos una urgente necesidad de su visión. Porque sólo con ojos como los de Daniel, la vida se hace —o al menos lo parece— más comprensible y llevadera.

 

 

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