Las huelgas de ayer y hoy

Ricardo Arias Trujillo
23 de octubre de 2008 - 08:58 p. m.

LAS HUELGAS QUE HAN ESTALLADO recientemente han permitido corroborar, por centésima vez, la profunda repulsión que este tipo de manifestaciones provoca en amplios sectores.

No importa que la huelga sea un derecho constitucional; tampoco parecen ser muy relevantes las peticiones de los trabajadores; incluso, cuando las razones no son otras que reclamar al Gobierno por incumplir viejas promesas, la respuesta es casi siempre la misma. Fuerzas del “orden”, gremios, medios de comunicación, dirigencia política, no ven en las huelgas más que actos de sabotaje, manipulación guerrillera, pérdidas económicas.

Esta actitud tiene una larga tradición. Desde que las protestas sociales adquirieron una dimensión nacional, hace un siglo, la respuesta ha privilegiado más la condena y la represión que los mecanismos del diálogo y la concertación. Fue lo que sucedió en las huelgas del puerto petrolero de Barrancabermeja, en 1924 y 1927. La brutalidad del Estado se manifestó de nuevo durante la famosa huelga de las bananeras, de la que se cumplen por estos días ochenta años. En todos los casos, las reivindicaciones de los trabajadores eran sensatas: aludían al pago de salarios atrasados, mejoras en las condiciones de vivienda y servicios médicos. En las bananeras, los huelguistas pedían, además, que se pusiera fin a los contratos indirectos, una artimaña de la United Fruit para evadir su responsabilidad laboral con los trabajadores, aduciendo que los empleados de los contratistas no lo eran de la compañía. Las peticiones de los bananeros provocaron una violenta reacción por parte de las autoridades, que se saldó con despidos, carcelazos y trabajadores asesinados. La prensa conservadora de la época no tuvo reparos en legitimar la barbarie oficial: “Lo que ha ocurrido –afirmó a los pocos días uno de los numerosos diarios de la extrema derecha– quedará como severa lección. Lección de dignidad personal, de patriotismo y de amor a la bandera que oficiales y soldados juraron defender”. Desde entonces, buena parte de la dirigencia nacional, interesada en deslegitimar la protesta popular, convirtió el conflicto social en un problema de orden público orquestado por los “comunistas” enemigos de la “patria”.

Como se observa hoy en día, las cosas no han cambiado mucho en todos estos años, comenzando por la precaria situación de los trabajadores, por las amenazas que pesan sobre los sindicalistas y por el discurso que manejan las élites acerca de las manifestaciones contestatarias. Por eso, hoy vemos cómo el debate sobre el trasfondo de las protestas populares se diluye en una serie de acusaciones que se repiten una y otra vez: la huelga de los corteros de caña (que tampoco son trabajadores directos de los ingenios), las marchas indígenas, así como otras formas de descontento, carecen de legitimidad porque, según nos dicen, están infiltradas por la guerrilla, porque cometen actos vandálicos, porque recurren a las vías de hecho, en fin, porque son “fuerzas oscuras” que amenazan al país. Razones suficientes, sin duda, para justificar los múltiples atropellos contra los manifestantes y para exigirles que pidan perdón a la sociedad, como lo sostiene el Gobierno, cuyos representantes se muestran más indignados por las reivindicaciones sociales de los trabajadores que por las fechorías de sus colegas.

* Profesor Departamento de Historia, Universidad de los Andes

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