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Las ideas y los odios

Mauricio García Villegas
30 de mayo de 2020 - 05:00 a. m.

Supongamos una conversación entre dos personas que tienen ideas políticas opuestas; digamos que se llaman Juan (J) y Pedro (P). J: cuando pase esta pandemia seremos un país más pobre; P: es verdad, y mucha gente no tendrá con qué comer; J: sí, pero también muchas empresas y negocios habrán quebrado; P: pero más grave que eso es la pobreza y por eso se necesita que los ricos paguen mas impuestos; J: al contrario, lo que hace falta es salvar a las empresas y a los bancos, que son los que mueven la economía; P: no, señor, la verdadera riqueza del país está en el pueblo, aquí los ricos pagan pocos impuestos y viven de las prebendas del Estado; J: así piensan los resentidos como usted y por eso terminan defendiendo a los guerrilleros, para que acaben con este país; P: qué va, el problema de este país es la gente como usted, que patrocina grupos paramilitares para defender sus privilegios.

Esta conversación es una caricatura, claro, pero refleja algo que ocurre con frecuencia en los debates: el escalamiento de las diferencias. Todo empieza con hechos que son valorados de distintas maneras, pero que podrían terminar en acuerdos, al menos parciales; pero a medida que el intercambio avanza con afirmaciones generales que van mucho más allá de los hechos discutidos, las emociones políticas se desatan y la conversación termina entre insultos y acusaciones.

¿Qué causa semejante escalada? La diferencia entre los idearios políticos de quienes debaten no alcanza a explicar el escalamiento. Ambos empiezan diciendo cosas ciertas, reivindicaciones justas, que podrían conciliarse. ¿Dónde está entonces la chispa que enciende el insulto? J y P no intercambian cosas reales, como manzanas o peras, sino imágenes, representaciones. A medida que transcurre el debate cada uno va construyendo una imagen del otro y, en ese ejercicio, la valoración racional de las ideas cuenta menos que las emociones, los miedos y los recelos. La diferencia entre el momento inicial y el final de la discusión es el resultado de las antipatías y los prejuicios recíprocos, más que de las maneras de pensar. Si entre las ideas que se tramitan hay una divergencia, entre las emociones hay una guerra.

Esto no solo puede ocurrir en las discusiones políticas, sino en todos los altercados: los amorosos, los profesionales, los académicos, los vecinales, etc. Todos hemos sido testigos de peleas desbordadas, que evolucionan como ruedas sueltas, sin que nadie, ni siquiera los protagonistas, las puedan detener. Las consecuencias de este aluvión en la política pueden ser muy graves. En la conversación que mencioné al inicio es posible incluso que cada parte se arme para combatir al otro hasta eliminarlo, lo cual es un grado adicional, el peor posible, en el escalamiento. Eso ha ocurrido muchas veces en la historia de Colombia.

No estoy abogando por acabar con el debate político, ni mucho menos con la crítica o la denuncia. Simplemente estoy alertando sobre un fenómeno de sicología social: el posible escalamiento emocional de los debates. Hablo de lo que don Carlos E. Restrepo llamaba, en la historia nacional, “los viejos queridos odios” y de cómo estos, más que las ideas, han marcado el curso de nuestra historia política. Desde Bolívar y Santander hasta Santos y Uribe, pasando por los generales Obando y Mosquera y los políticos Laureano Gómez y Jorge Eliécer Gaitán, las furias han estado más enfrentadas que las ideas. Es por eso que en Colombia las heridas de las guerras no sanan y en los períodos de paz se sigue luchando como si la guerra no hubiese terminado. Mientras los odios estén en guerra, la paz estará en vilo.

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