Las jorobas del tiempo

Julio César Londoño
07 de octubre de 2017 - 05:00 a. m.

Hace 1.300 millones de años chocaron dos agujeros negros. Eran decenas de veces más masivos que el sol.

El choque perturbó de tal manera nuestro plástico universo que sus ondas gravitacionales aún reverberan en el tiempo-espacio contemporáneo. Pero detectar estas ondas fue muy difícil porque son muy tenues. Es como tratar de escuchar desde América el silbo del último canario del verano de Hungría.

De las cuatro fuerzas que rigen el universo, la gravitacional es la más débil y la más desconocida. Está perfectamente cuantificada desde hace más de 300 años, F = GMm/r2, pero lo ignoramos todo acerca de su naturaleza. ¿Cómo opera la gravedad? ¿Cuál es el bosón que la propaga? ¿En virtud de qué mecanismo se mantienen unidos los sistemas planetarios, las galaxias, los cúmulos, los supercúmulos y las murallas? ¿Cómo salva las distancias esta fuerza débil y magnífica?

Desde los años 70 tres físicos estadunidenses se empeñaron en detectar las ondas gravitacionales. Para lograrlo construyeron, en Washington y Louisiana, Ligo, Observatorios de Ondas Gravitacionales por Interferometría Láser, dos complejos que costaron 620 millones de dólares y donde han trabajado más de mil científicos de 23 nacionalidades durante los últimos 40 años. La paciencia de estos cazafantasmas se vio recompensada el 14 de septiembre de 2015, cuando las reliquias ondulares del choque de los agujeros fueron detectadas por primera vez en la historia por los interferómetros de Ligo. Por este trabajo los tres físicos, Kip Thorne, Barry Barrish y Rainer Weiss, recibirán en noviembre el Nobel de Física 2017.

El descubrimiento es valioso porque la gravitacional es la fuerza más desconocida. Conocemos muy bien las fuerzas nucleares, la débil y la fuerte, y la electromagnética. Las utilizamos para construir prodigios tecnológicos, mover máquinas, iluminar ciudades… o borrarlas del mapa. Pero la gravedad es una suerte de agujero negro de la física. Creemos que su vehículo físico es el gravitón, una criatura apenas virtual, una pieza de un modelo matemático antes que una cosa real, más esquiva que el neutrino y más misteriosa que el bosón de Higgs. Sabemos que sus ondas se mueven a la velocidad de la luz, hecho que ha llevado a los investigadores a suponer que existe alguna semejanza entre la naturaleza de la gravitación y la del electromagnetismo.

Por esta razón, así como la luz del Sol tarda ocho minutos en llegar a la Tierra, también tardaría ocho minutos en sentirse acá alguna modificación importante de la masa del Sol. Por ejemplo: si toda la masa del Sol desapareciera en este instante, la Tierra seguiría girando como si nada durante ocho minutos, antes de salir disparada tangencialmente de su órbita por el efecto centrífugo.

En palabras de Ernesto Sábato, “La ley de gravitación universal fue formulada hace 330 años por un jovencito inglés que descubrió que la manzana que cae y la Luna, que no cae, obedecen a la misma potencia”. Pero Newton nunca supo nada de la naturaleza profunda de la gravedad. Tampoco resolvió el enigma Albert Einstein, aunque se atrevió a pronosticar hace cien años la existencia de las ondas gravitacionales.

Para los astrónomos, el descubrimiento significa que ahora tendrán, además de los telescopios de luz y los radiotelescopios, dos instrumentos valiosos para sondear el cosmos, los interferómetros láser y las ondas gravitacionales. Para los físicos, es un paso clave para entender la naturaleza de esa fuerza que curva las espaldas de los viejos y las órbitas de los astros.

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