Las justas proporciones

Tatiana Acevedo Guerrero
18 de noviembre de 2018 - 05:00 a. m.

El presidente antioqueño Marco Fidel Suárez dio la bienvenida a 1921, su tercer año de mandato, con una alocución radial en la que enfatizó la importancia de ver la política como una “práctica civilizada” y les pidió a los colombianos esforzarse para “producir riquezas y contrarrestar la crisis económica”, “buscar paz y concordia civil” y “tener temor de Dios y culto a su omnipresencia”. En ese mismo mes, el también conservador Laureano Gómez acusó formalmente al presidente ante la Cámara de Representantes por acumular deudas con diferentes bancos y recibir dineros de la United Fruit Company, además de un préstamo “del señor Boomer, a cambio de ciertos favores en la contratación estatal”. Dos días después, en una sesión común y corriente de la Cámara de Representantes, irrumpieron en el recinto Suárez y sus ministros. El presidente trató de defenderse, pero no pudo responder a todas las preguntas. Después de su alocución un representante pidió la palabra: “Levántese la sesión en señal de duelo, pues el presidente acaba de confirmar los cargos”.

Poco después Marco Fidel Suárez presentó su renuncia. Las indiscreciones y relaciones asociadas a su nombre, sus dramas económicos y los detalles de las transacciones corruptas con ciudadanos norteamericanos dominaron los debates en el Congreso, la prensa y la radio. Laureano Gómez se alzó como líder de esta cruzada. Otros temas urgentes que determinaron el rumbo de la década del 20, como los maltratos salariales contra los trabajadores agrarios o la hegemonía estadounidense en la determinación de la política petrolera, pasaron a un segundo plano. Este fue tal vez el primer escándalo nacional de corrupción. Desde entonces, cada tanto se zambulló el país en un frenesí anticorrupción capitalizado por alguno o alguna, que descubre y publica los nexos entre mandatarios, contratistas, actores armados, etcétera. En el pasado lejano estos episodios se discutían, tenían efectos sobre los implicados y (lenta o rápidamente) se olvidaban. En el presente, cundido de más y mayores episodios, estos se amplifican y se han convertido en uno de los pilares del día a día nacional.

A pesar de no estar siempre de acuerdo en todo, la clase media urbana parece estar posicionada contra un enemigo principal: la corrupción. Existe un tipo de fetichismo con la corrupción que se identifica como la raíz de todas las dolencias colombianas, en lugar de la concentración de la tierra, la desigualdad campante, la violencia del Estado contra estudiantes, grupos étnicos y campesinos, y la falta de creatividad en la construcción de políticas públicas. Además, tiende a ser abordada en abstracto, como si estuviera divorciada de las condiciones estructurales que la permiten. Pero la corrupción es un síntoma y no la fuente de los problemas.

Esta semana amanece el país enfrascado en una historia decadente de amistades masculinas, traiciones, obras de infraestructura, coimas y cianuro. El caso ocupa las preocupaciones y primeras páginas. Hace algunos meses se discutían otros casos parecidos, con nuevos o viejos protagonistas. En la mayoría de los análisis de corrupción, medios y políticos independientes se centran simplemente en condenar y prescribir. El debate se enfrasca y no queda espacio para otras preguntas y apuestas. Frecuentemente, cuando intentamos hablar de nuestros problemas y pensar en posibles salidas, nos referimos más al mal comportamiento de unos corruptos particulares a los que hay que castigar y menos a cuestiones más estructurales y quizá más difíciles (como la renuencia a casi cualquier forma de redistribución, la manera en que se construye el Estado, la representatividad de las instituciones).

 

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