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Las pistolas de la fiebre

Arturo Guerrero
12 de junio de 2020 - 05:00 a. m.

¡Qué simbolismo bravo encierran las pistolas que miden temperatura! En las puertas de bancos, supermercados, grandes comercios, individuos uniformados y enmascarados las disparan directo a la frente de los ciudadanos. En un país civilizado, tal vez los reflejos no se alarmen. Pero en Colombia…

Se siente uno un poco líder social, un poco víctima de atraco a mano armada, un poco indígena del Cauca. Por lo general el operativo toma por sorpresa. El cliente está a punto de llevar las manos arriba, el asalto es instantáneo, sumario. Luego del disparo, uno se pregunta qué onda cerebral fue perforada.

No pudieron los inmunólogos inventar un aparato más intimidante ni una emboscada más digna del país donde estar vivo pone en riesgo la vida. País cuyos dirigentes sacan pecho porque en pocas décadas la longevidad promedio se elevó a 76 años.

Hoy se come mejor, hay vacunas para todo o casi todo, el agua limpia sale limpia por los grifos, el seguro de salud garantiza horas y horas de fila antes del acetaminofén. Ya la gente no se muere como los bisabuelos, a los 40. Eso en las estadísticas, en los papeles.

A la hora del té, la vida larga se le mutila a la gente, por pistola, por hambre o por medidas anticoronavirus. La pistola muchas veces es real; otras, simbólica como la que mide la fiebre para expulsar a los contagiados, que son los leprosos último modelo. Lo cierto es que, tanto la de balas como la de rayos, son armas que agujerean.

Quien es fusilado con pistola de juguete preventiva sospecha que el disparo hurga incluso sus pensamientos inocentes. Duda si este artefacto no será otro invento de los chinos para tamizar, parametrar y perfilar a aquellos que se negaron a inscribirse en las aplicaciones puntillosas de ciertos burgomaestres cuidadores.

¿Calculará los grados Celsius del cuerpo o más bien las tendencias revoltosas de quienes pretendan cultivar una libertad personal a toda prueba? ¿Cómo es posible —querrán gritar— que la sociedad supuestamente protectora nos transforme en ciudadanos que acribillan a otros ciudadanos?

Porque a esto hemos llegado. Los protocolos contra el virus fracturan la vida en sociedad. Deslizar ligeramente el tapaboca es una ofensa pública. Acercarse a 1 metro con 95 centímetros equivale a violación sexual. Nadie mira a los ojos, eso pasó de moda. La solidaridad cacareada —yo te cuido, tú me cuidas— se trocó en estampida de unos ante otros.

Al hablar de la consecuencia de esta metamorfosis, el filósofo y divulgador argentino Darío Sztajnszrajber —casualmente con apellido de sigla— se preguntó el 16 de mayo, en entrevista para El Observador de Uruguay, “¿de qué forma va a quedar impregnada en el lazo social la relación de desconfianza y distanciamiento con el otro?”

¿Pensaron los diseñadores de la batalla contra la pandemia en las exquisitas ligaduras que juntan a los hombres y que los hacen civilización en lugar de turba? ¿Cuántos milenios de negociaciones, apegos e intimidad se harían humo si el pasaporte fueran las pistolas de la fiebre?

arturoguerreror@gmail.com

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