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Las preguntas

William Ospina
08 de mayo de 2011 - 01:00 a. m.

AHORA BARACK OBAMA SABE LO QUE es decidir a sangre fría la muerte de un hombre.

Ahora sabemos, ante la ineluctable ejecución extrajudicial de Osama bin Laden, que los poderes de la civilización, tan acostumbrados a autoabsolverse, no logran impedir que los salpiquen unas gotas de infierno.

Sabemos muchas cosas: que el tenebroso archienemigo de la humanidad llevaba seis años prisionero de su propio invento y estaba desarmado, que aquello no fue un tiroteo sino una captura y una ejecución, que el hombre ya estaba reducido cuando se le aplicó la pena de muerte, y que, ya que Obama y su gente seguían paso a paso la operación, muy posiblemente el presidente tuvo que tomar decisiones sobre la marcha y dar la orden.

Una orden, por cierto, que él mismo había anunciado desde el comienzo de su gobierno. Y hay quien piensa que era la orden de un general en medio de la batalla, porque las características de la guerra no convencional contra el terror no son las de un enfrentamiento de tropas regulares, y esta edad espantosa casi puede demostrar que hay una batalla allí donde sólo vemos gentes sedentarias mirando sus ordenadores y dirigiendo virtualmente los gatillos contra un prisionero.

Muchas personas fieles a sus principios y a sus ideales humanistas en todo el mundo están haciendo el balance de lo ocurrido. Puede ser imagen o símbolo de ellas el español Gaspar Llamazares, quien ha dicho, criticando no sólo a Obama sino a los dirigentes de la Comunidad Europea, que aprobaron enseguida los hechos: “No se puede asesinar premeditadamente aunque sea a un terrorista; no se puede violar el territorio de un país aunque sea para buscar a un terrorista; no se pueden eliminar pruebas; no se puede ejercer el escarnio con el cuerpo del terrorista asesinado. No se puede hacer nada de eso, nada de eso tiene que ver con la moral ni con el derecho internacional”.

Como decía Voltaire: “Esa excelente moral nunca ha sido desmentida en el mundo más que por los hechos”. Porque es verdad todo lo que Llamazares ha dicho: aunque los acontecimientos de Pakistán se adornen y se maquillen con cremas de la “realpolitik”, hubo una ejecución, la violación de un territorio, la eliminación de pruebas y el escarnio de arrojar al mar un cadáver islámico. No es necesario disimular esos hechos, y ya que no se pueden modificar, el deber de la civilización es examinarlos y discutirlos responsablemente.

Que el fusilado era un asesino, nadie lo ignora; que habría sido condenado en un juicio, como Sadam Hussein, es seguro; que el país violado es sospechoso, sin duda; que entregar el cadáver al abrazo de la tierra propiciaría el surgimiento de un sitio de peregrinación y de culto para las sectas integristas, no es imposible. Pero esas cosas no acallan las preguntas sino que las multiplican: ¿Hay que asesinar al asesino, y por lo tanto parecerse a él y plegarse a su lógica? ¿No está demostrado que violar impunemente la soberanía de otro país sólo crea precedentes que tienden a multiplicarse? ¿Puede haber, gracias a las pruebas que se ocultan, más peligro del que ya existe? ¿Es posible impedir que sus fanáticos idealicen o veneren a un muerto? También de los sepulcros vacíos se alzan las leyendas: lo asombroso es que haya gente dispuesta a venerar a un ser como Osama bin Laden, que pueda haber allí material mitológico.

Es interesante mirar la fotografía de la “sala de situación” donde Obama seguía los acontecimientos. Porque en medio de rostros profesionalmente acostumbrados al horror, los de los mandos militares, hay tres rostros cuya expresión es distinta. El rostro preocupado de Joe Biden, de quien se dice que tenía un rosario en las manos; el rostro alarmado de Hillary Clinton, un gesto involuntario que revela su conmoción, aunque ella haya preferido decir después, por motivos fácilmente comprensibles, que era su alergia al polen de primavera; y el rostro de honda gravedad de Barack Obama, que está tomando una de las decisiones más importantes de su vida. Esos tres civiles dirigiendo una guerra, ya saben que de ellos dependen la vida y la muerte.

Si nadie se ha atrevido a llevar a los tribunales a George Bush, quien sobre los crímenes de Osama bin Laden encendió una guerra diez veces más criminal, nadie le reprochará a Barack Obama el haber despertado a su país de la pesadilla paranoide en que Osama lo hundió. Pero es bueno advertir en su rostro la gravedad de la decisión; allí están el peso de la responsabilidad y el fardo de la historia.

Quizá podía despojarse de su condición humana, como lo hizo Bush, y sentirse sólo la encarnación del espíritu de su país, de la voluntad de un pueblo, de la seguridad de millones de personas, pues todo eso aligera la culpa. Pero se siente que lo están alcanzando unas gotas de infierno.

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