¿Las reformas para qué?

Augusto Trujillo Muñoz
21 de junio de 2019 - 09:15 a. m.

El 9 de abril, mientras el cadáver de Jorge Eliécer Gaitán yacía en la Clínica Central de Bogotá, la muchedumbre gritaba en las calles y pedía a los dirigentes liberales la toma del poder. Confrontado directamente, el maestro Darío Echandía se preguntó: ¿el poder para qué? En efecto, aquel difícil momento no situaba el poder al alcance del sector desarmado de colombianos, en cuyo nombre Gaitán había pronunciado la oración por la paz, dos meses antes. Por el contrario, el poder estaba en manos de dirigentes autoritarios que, un año después, clausuraron el Congreso.

La situación actual gira en torno a otros ejes, pero en cierta forma sugiere una pregunta similar. Hay tres o cuatro reformas de fondo, aplazadas durante décadas: la reforma política, incluyendo en ella una reforma electoral; la reforma a la administración de justicia, en medio de una impunidad que ronda por el 96%; la reforma al régimen territorial que sigue enredada en los incisos de la LOOT, o de la jurisprudencia constitucional; y la misma reforma rural, intentada en el gobierno Lleras Restrepo, que rápidamente engavetó su sucesor.

Todas ellas suponen modificaciones al texto constitucional, para no hablar de otros cambios tan urgentes como los que tienen que ver con el avance de la corrupción y con la subcultura de los antivalores. En los últimos lustros del siglo anterior el narcotráfico contaminó casi todo el cuerpo social colombiano. Instalo en él una suerte de contemporización con el dinero fácil y evitó la construcción de una ética civil que fortaleciera los resortes morales de la sociedad.

Con la única excepción de la de 1936, las reformas constitucionales más importantes de los últimos cien años se tramitaron por vías extraordinarias: El plebiscito de 1957 y las asambleas constituyentes de 1910 y de 1991. Más allá de cualquier opinión que se tenga sobre ellas, conllevaron cambios importantes en cada uno de los aspectos referidos. Los demás intentos serios fracasaron en el seno del Congreso y en la Corte Suprema de Justicia. Otros más fueron cambios inanes, aprobados para que todo siguiera igual.

Esto último sucede también ahora: La supuesta ley anticorrupción fue producto de un referendo populista que puso a votar al ciudadano sobre temas más coyunturales que sustantivos. Reformas políticas y judiciales se han aprobado en casi todos los gobiernos ulteriores a la Constituyente del 91 y, en los dos temas, todo sigue igual. Incluso peor. Hace pocos días la nueva ministra de justicia, en palabras que sonaron vacías, habló de otra reforma inane, con un tono grandilocuente digno de mejor causa. Por lo tanto, cualquier ciudadano podría preguntarse hoy si tiene o no sentido asumir el desgaste político de unas reformas inútiles.

En esta misma columna he escrito, por ejemplo, que el país registra un desequilibrio de poderes a favor del ejecutivo. También a favor de la Corte Constitucional. Pero su iniciativa debe estar en el Congreso. No en el gobierno ni en la Corte. Yo fui miembro del Congreso y conjuez de la Corte Constitucional. Ambas dignidades me honran como ciudadano y como abogado. Guardo afecto por las dos Corporaciones y profeso respeto por sus miembros. Pero cualquier idea que salga del ejecutivo o de las Cortes, para reformarse a sí mismos, sería una reforma inane. Entonces, ¿Reformas para qué?

@Inefable1

* Exsenador, profesor universitario.

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