En los últimos días he librado una y mil batallas para hacer compras virtuales en las plataformas nacionales. El Éxito casi me saca lágrimas de ira cuando borró mi carrito seis veces, una tienda para mascotas no borró mi carrito, pero rechazó tres veces el pago y un almacén de artesanías me tuvo dos días esperando la verificación de una consignación. Ventilé mi ira con familiares y amigos. “Es que los bancos están molestando mucho”, me contestaron unos. “Ha habido mucho fraude”, añadieron otros. “Pide por Rappi”, me decían. “Rappi no funciona para todos los lugares”, les recordé. “Además, no tengo efectivo”. A lo que añadían: “No vayas a poner tarjetas en Rappi, ¡se las roban!”. Y venían las soluciones: “Ya te mando efectivo”, “dime qué necesitas y te lo compro”, “¿te lo llevo de mi casa?”. Pero yo no quería soluciones alternativas. ¡Yo sólo quería hacer mis transacciones!
Me di cuenta de que la actitud de mis allegados era semejante a la del personal de atención al cliente que me había asistido en mis batallas: todos muy queridos y recursivos. Y ahí capté exactamente cómo es que nos saboteamos: somos tan rápidos y efectivos para amortiguar las fallas estructurales que nos aquejan, que nos hacemos a la idea y vivimos con ellas. Así, por ejemplo, en lugar de resolver el problema de fondo del costo de los servicios bancarios que hace, entre otras cosas, que las cuentas de ahorro sean muy caras para muchos, nos inventamos Efecty, Daviplata y quién sabe qué otra solución de contingencia. Como nuestra banca no presta a cierto riesgo, entonces están los usureros. Como las plataformas no son suficientemente buenas, solucionamos el lío por WhatsApp.
Pero WhatsApp no es una plataforma financiera ni comercial, como tampoco lo es Instagram. Son versiones trendy del teléfono y el volante, no reemplazos de las estructuras económicas. Igual, funcionan, alivian y amortiguan. Son el equivalente a las fotocopiadoras en las universidades. ¿Cómo es posible que varias instituciones educativas colombianas hasta ahora estén haciendo un esfuerzo sostenido y sistemático por la digitalización? Imagínense el tiempo, los costos y el daño al medio ambiente que nos hubiéramos ahorrado implementando herramientas que ya estaban disponibles desde hace dos décadas. Claro, de nuevo, la atención y la recursividad de las fotocopiadoras universitarias nos hacía ver la solución más institucional y estructural del problema como innecesaria. ¿Para qué se iban a preocupar las bibliotecas por el acceso permanente a los recursos si ahí afuerita “se le tenía”?
Por supuesto, mis sentimientos con mis quejas son encontrados. Extraño infinitamente las fotocopiadoras universitarias y me cayeron muy bien los empleados de atención al cliente de mis pecuniarias luchas. Algo de la vida se llena con esas interacciones. Pero no deja de ser cierto que una de las razones por las que los colombianos vivimos tan cansados es porque hasta las vueltas más insignificantes nos toman mucho esfuerzo. De entrada, contactar el servicio al cliente por primera vez ya presupone una falla del servicio. Contactarlo diez veces hace que el asunto sea grotesco. Pero, “como se le tiene” y “se le soluciona”, uno finalmente hace su vuelta, cierra el día y olvida lo dispendioso de todo el asunto.