Cinco años (o más) de carrera universitaria, en los que se realiza un desgaste físico y mental cuyo objetivo final, más allá de obtener un cartón que certifique haber superado los requisitos establecidos por un centro educativo, representa una alternativa para mejorar las condiciones de vida en uno de los países más desiguales y a la vez uno de los más “felices” del planeta. En dicho lapso se sacrifica tiempo, dinero e incluso oportunidades con la ilusión de tener una mejor retribución económica o social, una vez finalizada la carrera. Nada más alejado de la realidad.
Cuando buscamos espacio en el mundo laboral nos encontramos con requerimientos absurdos, que van desde tener un sexo específico (hombre o mujer), cierta edad y muchos años de experiencia. La cereza de este pastel es el salario: hablamos de remuneraciones que no alcanzan a ser ni dos salarios mínimos. Con este panorama, el profesional colombiano se sumerge en esa sensación de frustración y desesperación.
La desesperación lleva al profesional recién graduado y sin experiencia a aceptar una de dichas ofertas, donde la sobreexplotación laboral es justificada por el hecho de ser alguien que está adquiriendo esa “experiencia profesional” necesaria para encontrar una mejor remuneración. Es así como se pasan dos años o más bajo el yugo de las labores extras no remuneradas, más conocidas como “ponerse la 10”, “esto no es una empresa, es una familia” y demás recursos usados para hacer parecer menos injusta la asignación extralaboral.
La frustración empieza a producirse antes y después de esos años, pues la diferencia salarial y en la carga laboral entre alguien con experiencia y otro sin experiencia parece ser nula; es decir, parece ser más rentable para las empresas mantener pocos empleados con experiencia y una gran rotación de recién egresados dispuestos a rebajarse por salarios menores, que un grupo de profesionales bien remunerados. Apenas un profesional haya adquirido la experiencia necesaria y solicite mejor remuneración, será objetado con la terrible realidad de la existencia de centenares de individuos formados en línea esperando su vacante, incluso por una remuneración menor.
A consecuencia de estas sensaciones, muchos profesionales colombianos terminan en una de las industrias con mayor crecimiento del mercado laboral, que irónicamente ofrece mejores salarios y condiciones sin requerir ningún título profesional: los BPO o call centers. Acá vale la pena aclarar que las mejores ofertas son en aquellos que requieren un segundo idioma, como inglés o portugués, pero si tenemos en cuenta que la mayoría de las carreras solicitan un nivel B1 para graduarse, es más sencillo perfeccionar el segundo idioma y aplicar a dichas vacantes.
Para mayor claridad, estas empresas ofrecen dos días de descanso, salario de $2,2 millones a $3,2 millones, rutas, comisiones, etc. Si lo comparamos con lo ofrecido a profesionales en áreas de administración, finanzas o educación, entre otras, entenderemos por qué estos lugares están llenos de profesionales que encuentran en la labor de contestar llamadas o mensajes una mejor remuneración que ejercer una labor para la que se han preparado por años.
El fracaso ocupacional de los profesionales es una responsabilidad del Estado, que no ha sido capaz de articular el sistema educativo y el laboral, pues el primero ha sido manejado como un negocio que llena bolsillos particulares, quienes sin el menor remordimiento producen y expulsan profesionales en masa a un mundo laboral injusto y antimeritocrático, que conduce a un final en las inmensas colmenas de algún call center.