Sombrero de mago

Lectura en una sala de urgencias

Reinaldo Spitaletta
10 de julio de 2018 - 02:00 a. m.

Las IPS, las salas de espera de hospitales, las filas bancarias y las de ciertos consultorios son clave en el fomento de la lectura. Y no porque en ellas haya anaqueles con libros, sino porque una de las únicas formas de controlar desesperos (y desesperanzas) es ir allí acompañado de algún ejemplar que nos permita un viaje hacia otros ámbitos mientras aguardamos las vicisitudes aleatorias del destino.

En los últimos meses, en lo que han aumentado por diversas circunstancias mis visitas a algunas de estas entidades, he estado con los imprescindibles libros en mochilas y bolsos. Puede que la concentración no sea la máxima; ni que haya muchas posibilidades de tomar notas, aunque sí del subrayado; tal vez, en un instante, te saque de la lectura la protesta de algún cliente (porque desde hace rato se acabaron los pacientes), o el llanto de un niño, o los nombres que se pronuncian en los altoparlantes. Pero es un modo distinto y menos escabroso de la espera.

Hace poco, mientras esperaba como en una especie de sucursal de la eternidad que la empleada de un banco me atendiera, volví a leer dos cuentos de Borges: El muerto y Emma Zunz. Y entonces llegué a la conclusión, medio desvirolada, de la importancia sin igual de este escritor argentino en hacer gratas, amén de reflexivas y sorprendentes, las colas y los asientos de plástico de estas empresas.

En el primero de los cuentos mencionados, el destino, como un trazo ineludible, fatal, realiza un tejido de circunstancias de las cuales el protagonista no podrá escapar. Hay un “triste compadrito sin más virtud que la infatuación del coraje”, que, como en una antigua tragedia, no podrá hacer gambetas a los que los dioses le han marcado como recorrido vital. En el segundo, un relato policíaco sin policías, recupera el antiguo tema de la venganza, con una trama de alta racionalidad, que hoy no sería posible en el género, porque, como es obvio, el mundo ha cambiado y las técnicas policiales y forenses también. Solo con el ADN, la vengadora hubiera hoy caído presa. Una historia increíble, como lo dice el narrador.

Recientemente, mientras hacía la cola para exámenes de sangre en una IPS del centro de Medellín, me acompañaron las honduras de El túnel, de Ernesto Sábato, que es un monólogo (claro, con recreaciones, descripciones, pensamientos y demás) de Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne. Esta novela, de intrincada trama, en la que caben desde el complejo de Edipo hasta procesos psicoanalíticos, con cuatro sueños y una pintura enigmática, no es apta para leerse en la previa de unos agujazos, pero igual es una manera de conjurar las agonías de la espera en instituciones de salud. O de aumentarlas, según el caso.

Hace un mes, cuando nos atacó un virus en la familia, una sala de espera en una entidad de urgencias, me tuvo en vilo, pero, a la vez, en una continua reflexión sobre el tiempo. No es lo mismo el tiempo de un hospital que el de un estadio. Apenas obvio. Esa noche, o, mejor, madrugada, cuando a mi compañera la atendían de una bronquitis aguda, leí no sé cuántas páginas del libro Revuelta y resignación (acerca del envejecer), de Jean Améry. Una maravilla que toma como parte de su especulación filosófica la novela de Marcel Proust.

Puede que leer sobre el tiempo en una sala de urgencias sea un golpe existencial, una alerta sobre lo efímero o acerca del rápido paso por la vida, pero es, pese a todo, un deleite. Mientras transcurrían los minutos y las horas, hubo múltiples interrupciones. Una, cuando entró un negro sin camisa, acompañado de una señora de espalda ancha, al que le habían dado un “puntazo” en el hombro. Otra, la aparición de un tipo alto, joven, doblado del dolor, y la presencia una viejecita que esperaba sentada con una muchacha que parecía su nieta.

De vez en cuando, me paraba e iba hasta el salón donde a mi compañera la nebulizaban, inyectaban y tomaban la temperatura. Y después, otra vez con el texto donde se dice, entre tantas cosas, que el anciano tiene la vida a sus espaldas, tiempo cosechado, acumulado, vivido. “Solo la persona que envejece puede experimentar plenamente la irreversibilidad del tiempo”, apunta Améry. Envejecer es acercarse al momento crucial, inevitable, en que el ser humano será arrancado del espacio.

Ya ven por qué una sala de espera, una fila bancaria, una expectativa sobre pantallas que anuncian los turnos, puede matizarse en su inhumanidad con alguna lectura, con un tour por las páginas de un ensayo, de una novela, de un cuento… Eso sí, no se puede uno perder en los abismos y laberintos de ellos porque podría perder el turno.

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