Legítima matada

Alberto López de Mesa
06 de febrero de 2020 - 04:36 p. m.

Una noche, en el barrio Palermo de Bogotá, salí de una tienda contando los billetes de las vueltas, cuando, de súbito, alguien tras de mí me exigió que le entregara la plata. Por reflejo me volteé y el tipo, sintiéndose enfrentado, me atacó con un cuchillo, me chuzó en el brazo izquierdo, le entregué los billetes y escapó. Me quité la chaqueta y al ver que sangraba copiosamente fui hasta la droguería más próxima. El boticario que me atendió me dijo que la herida no era grave pero que estuvo muy cerca de la arteria. Nunca, ni siquiera en mis tiempos de callejero, había sido atacado por un cuchillero, la sensación de impotencia es horrible, pero nunca pensé en armarme, me reproche la imprudencia de contar dinero en la calle y deploré que no hubiera policías en el sector.

En un kiosco típico de Santa Marta, mi amigo, el antropólogo Julio Barragán departía con una estudiante bogotana, cuando un muchacho lugareño, tomó la mochila de la joven y huyó; un tipo que se tomaba un refresco en la mesa contigua, sacó su pistola, apuntó al ladronzuelo que ya iba como a treinta metros y con un disparo certero lo eliminó. El mismo pistolero rescató la mochila y se la devolvió a la joven: “De nada” – les dijo, como reclamando el agradecimiento por la acción justiciera que cumplió. Tres días después el tipo llegó a la casa de Julio en camioneta de vidrios oscuros. Julio salió a atenderlo y el fulano, sin bajarse del vehículo, le dijo en tono de advertencia: “Caballero, sobre lo que sucedió aquel día, mi consejo es que usted no recuerde nada”. Encendió el carro y se fue. Me cuenta Julio, que a buena hora estuvo tres meses en comisión fuera de la ciudad y nunca lo llamaron a atestiguar.

Ante la inseguridad, consecuente de condiciones socioeconómicas o de contingencias relacionales de cada ciudad, cada cual reacciona de acuerdo al talante de su espíritu; estamos los inermes, los pacifistas, lo mansos, los que evitamos los enfrentamientos violentos, que aún confiamos en el poder persuasivo de las palabras y, en todo caso, dejamos la responsabilidad de nuestra seguridad en manos de las autoridades policivas entrenadas y pagadas para eso. También están los aguerridos, los belicosos, los que, capacitados para la lucha, se saben capaces de asumir la autodefensa y enfrentarse con armas o cuerpo a cuerpo con agresores o atracadores.

En la historia de la humanidad ha habido momentos de permisividad para que las poblaciones se armen y se defiendan por si mismas: para los espartanos era deshonroso que un hombre no fuese guerrero, durante las cruzadas, como en las invasiones bárbaras, los civiles andaban con espada al cinto; durante la conquista de América, con la proliferación de la piratería en las ciudades portuarias, era conveniente andar armado; lo mismo en la fiebre del oro en el oeste norteamericano, donde andaba con revólver, eran condiciones de civilidad primitiva, el desarrollo de la ciudad moderna y de la convivencia civilizada, el pacto social es que la policía se responsabilice de la seguridad general.

En estos días es noticia de primera plana el caso de un ciudadano que advirtió el acoso de tres atracadores, sacó su arma y los eliminó. Esa habilidad de pistolero yo se la había visto a Clint Easwood en su mejores películas de vaqueros. Dicen que el tipo es médico, o sea, que sabía dónde eran letales los disparos, varias editoriales y columnistas defienden la acción como legítima defensa y gran parte de la ciudadanía aplaude su actuar justiciero. Nadie aboga por los tres muertos, como justificando la pena de muerte.

Las personas que usan armas están tentados a usarla, por eso los policías y militares hacen polígono, además de entrenarse, para desahogar el deseo represado de disparar, los pistoleros desahogan este deseo con personas, para mí el accionar de este médico es una legítima matada.

 

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