Liderazgo desfalleciente, juventud anhelante

Eduardo Barajas Sandoval
12 de marzo de 2019 - 05:00 a. m.

Dos décadas suelen ser suficientes para que se pueda concluir, hasta la saciedad, si un modelo político puede, o debería, perdurar. La medida de sus posibilidades de proseguir sería la satisfacción general, o aquello que más se le pueda parecer, cuando la economía no conlleve el rezago de ciertos sectores sociales y exista un clima de libertades públicas que permita la manifestación libre de la voluntad popular. Pero tal vez la satisfacción de las necesidades y los anhelos de los jóvenes sea una medida mejor.

Llegan momentos en los cuales las nuevas generaciones juzgan la historia por su experiencia, siempre reciente, y buscan el futuro sin tener en cuenta el pasado. El ánimo de liberarse de la pesadez de un sistema político que no vieron nacer, y la ilusión de crear algo nuevo, les oponen a la vieja guardia, que insiste en las razones de su protagonismo, que con el paso del tiempo puede haber perdido validez, con la ayuda de los defectos típicos de la ambición de perpetuarse en el poder.

Cientos de miles de argelinos, nación de jóvenes, han salido a las calles ignorando una prohibición de más de quince años, y a pesar de las advertencias de los jefes militares han dado rienda suelta a su deseo de protestar ante el anuncio de que un presidente octogenario, en ese momento desde un hospital en Suiza, buscaría un quinto mandato en las elecciones del mes entrante.

Abdelaziz Buteflika fue en su momento ejemplo de la participación juvenil en la vida política. A los 19 años se vinculó al Frente de Liberación Nacional, que libraba la guerra de independencia dentro del proceso general de descolonización de mediados del Siglo XX, que en Argelia adquirió características más sangrientas que en cualquier otra parte. A los 25 fue ministro de Juventud y a los 26 de Relaciones Exteriores.

Su llegada al poder, al término de la “Década negra” que desangró otra vez al país en los años finales del milenio pasado, representó el comienzo de una era que, bajo el dominio de su personalidad, y de los intereses del grupo que le rodea, completaría ya dos decenios. Tiempo que se prologaría todavía más si su quinto periodo se convirtiera en realidad, sin perspectivas evidentes de esa renovación que el ímpetu juvenil reclama, lo mismo que otros sectores a lo largo de tanto tiempo marginados del poder.

El argumento esencial de quienes abogarían por la continuidad del gobernante considerado por algunos como el padre de la nación, es el de que solamente el esquema vigente de alianza de los militares con los empresarios, que conjuró en su momento el avance del radicalismo islámico, evitaría el retorno de la violencia y, otra vez la marcha triunfal del Frente Islámico de Salvación, cuya inminente victoria electoral se vio truncada en 1991 por la toma del poder que organizó las cosas para que Buteflika, como hombre fuerte, llegara a la cabeza del Estado.

“Nosotros o el caos” es el mensaje principal que el establecimiento repite por todos los medios posibles. “La estabilidad que nosotros garantizamos, o una escalada violenta como la de Siria”, reza otro. Y no falta quien diga, de manera escueta: “Buteflika o los islamistas retrógrados. Pero ninguno de esos argumentos ha servido para que la gente se arriesgue a salir a la calle y realice manifestaciones en la propia ciudad de Argel, donde están prohibidas desde el comienzo del régimen.

Para los jóvenes no es suficiente que Buteflika haya luchado en la guerra de liberación nacional. Que haya regresado del exilio a convertirse en solución al comienzo del Siglo, como salida efectiva a la guerra civil. Que haya organizado un referendo y haya propiciado amnistías a los alzados en armas y a los responsables de atrocidades, para tratar de restaurar, con buen grado de éxito, la paz y la seguridad. Que haya hecho funcionar la economía de manera aceptable por parte de los que tienen el privilegio de juzgar a los demás. Que haya conducido con acierto y firmeza la nave del Estado por las aguas internacionales. Ni que haya ganado con suficiencia, a pesar de las acusaciones de fraude típicas de democracias nacientes, las elecciones a las que se ha presentado, así en la última no hubiera hecho campaña.

Los líderes de generaciones que solo han sabido de un presidente, enfermo y en silla de ruedas después de un infarto cerebral, y que no habla en público desde hace siete años, quieren que se vaya de una vez. Les inquieta que no represente algo perceptible para el futuro. No están dispuestos a reconocerle sus éxitos, porque estableció prohibiciones inaceptables, que les han afectado la vida. Y han sabido que sobrevivió en su momento a la efervescencia de la Primavera Árabe gracias a los precios del petróleo, que hizo cambiar la constitución varias veces para perpetuarse en el poder, y que parece estar en manos de su hermano menor y de un equipo de amigos, empresarios, militares, agentes secretos y promotores publicitarios, que no quieren arriesgar sus privilegios y buscan cualquier argumento para quedarse donde están.

Con los ánimos fortalecidos por el deseo de cambio, y por el éxito de una convocatoria que no requiere de demasiadas explicaciones, todo parece indicar que en Argelia se desatará una huelga general. Ojalá en ese país, de enormes proporciones y con un peso específico también muy grande en el mundo árabe y en las relaciones políticas y energéticas con Europa, puedan hallar salida pacífica a ese drama de corte homérico entre la inercia de una seguridad que languidece y una renovación que a los ojos de muchos parece urgente e inaplazable. Nada raro a la luz de la historia. Pero también conforme a sus mandatos no escritos, nada seguro en un país enormemente rico en capital humano, que a través de una creciente y poderosa comunidad tiene un pie estratégicamente colocado en el corazón de Francia.

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