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¡Llueven bombas!

Reinaldo Spitaletta
19 de mayo de 2015 - 02:00 a. m.

La guerra es la desnaturalización y “desespiritualización” del hombre.

Es el triunfo de la sinrazón sobre el edificio endeble de la razón ilustrada, de la civilización y de la inteligencia. Si en efecto es la prolongación de la política por otros medios (y miedos), lo que genera no es otra cosa que el envilecimiento de lo humano y la entronización de poderes cuyo interés fundamental es aniquilar al otro, derrotarlo. En una guerra, se ha dicho, de lo que se trata es de causar al enemigo el mayor número de bajas, hasta desmoralizarlo. Y destruirlo.

Que la humillación debe ser sentida a fondo por los perdedores. Como ocurrió, por ejemplo, en la Gran Guerra, cuyo tratado de paz (en particular el de Versalles) no fue sino la declaratoria ralentizada de otra conflagración, que, como es fama, es hasta ahora la peor de la historia, con genocidios, destrucción de ciudades, millones de civiles muertos y un holocausto nuclear.

Ahora, cuando se han cumplido setenta años de la terminación en el frente europeo de la Segunda Guerra Mundial, se vuelve a conmemorar con las mentiras habituales la derrota del nazismo, la caída estrepitosa del Tercer Reich y sus adláteres. Hitler, en rigor, comienza su declive cuando fracasa su invasión a la Unión Soviética, desde 1941. Sobre Stalingrado, por ejemplo, se agitaron mil doscientos aviones alemanes que la bombardearon, pero no pudieron destruir el coraje de sus habitantes. En esta ciudad sobre el Volga, comenzó el principio del fin del Führer y de sus tropelías.

El Ejército Rojo soviético, en su contraofensiva por todo el este, va a encargarse de llegar hasta Alemania y volver papilla al Reich. Es Stalin el que derrota a Hitler y no, como siempre se advierte, las democracias aliadas. La gran mortandad rusa (más de veinte millones de muertos) es la cuota que pagaron los soviéticos para conseguir una victoria sobre el imperio que se había propuesto “la limpieza e higienización de Europa”. El desembarco de Normandía fue posible gracias a la avanzada de los rojos rusos. Claro que en el posterior reparto del mundo, los aliados, en la Conferencia de Yalta, tendrían que cederle al lobo estepario de Stalin la mitad de Europa.

Y de otra parte, los aliados, en particular Estados Unidos e Inglaterra, salieron indemnes, sin juicios, frente a la devastación que causaron en Alemania. Sus métodos de destrucción de ciudades, que prácticamente fueron borradas del mapa, y la muerte masiva de miles de civiles alemanes, no se sometieron a ningún tribunal. ¿Quién iba a pedir cuentas a los vencedores? ¿A quién le iba a importar si sobre Dresde se arrojaba napalm y fósforo y se mataba a miles de habitantes?

Los horrores de la devastación de 131 ciudades y pueblos alemanes, bombardeados por la Royal Air Force británica y los aviones gringos, es un asunto que hasta los propios germanos intentaron borrar de su memoria, quizá como un mecanismo de defensa o como parte de una culpa. Después, llegaría, en la posguerra, el negocio americano de la reconstrucción. La guerra como generadora de plusvalías y ganancias para banqueros y transnacionales.

La lógica de la guerra es la destrucción a como dé lugar. Un caso, que se encuentra descrito en un libro de W.G. Sebald (Sobre la historia natural de la destrucción), es el del brigadier norteamericano Frederick L. Anderson, al que un reportero le pregunta, pasados ya varios años de la terminación de la guerra, si el haber izado a tiempo sábanas blancas en alguna torre, hubiera evitado la destrucción de una ciudad alemana. Y el militar responde: “Las bombas son mercancías costosas. No se las puede lanzar prácticamente sobre nada en las montañas o en campo abierto, después de todo el trabajo que ha costado fabricarlas”. Así que esos artefactos tan caros había que arrojarlos sobre la gente.

Sobre los civiles alemanes, los “liberadores” hicieron llover fuego celestial. Pero también, tras el genocidio, la soldadesca violó a miles de mujeres. Eran parte del botín. Tras setenta años de haber caído el telón de la guerra, un nuevo orden internacional, basado en el capitalismo salvaje y en la degradación de lo que alguna vez se llamó la civilización, sigue pulverizando al hombre. Y entre tanto, la estupidización masiva del rebaño continúa, impuesta por los ganadores para hacer creer que ellos tenían (y tienen) la razón.  

 

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