Entre copas y entre mesas

Lo bueno de la adversidad

Hugo Sabogal
13 de mayo de 2018 - 02:00 a. m.

A ambos lados del río Duero, la vida cotidiana del hombre y de las plantas; de los animales y de las cosas; del espíritu y de la memoria está indeleblemente marcada por un clima extremo. Son nueve meses de frío y tres, de calores intensos. Mis huesos han sido un reciente testigo.

La historia de la vid aquí es añeja. Varios estudios certifican su presencia en la zona desde el período terciario, o sea, hace más de 2,6 millones de años. Y unos tres milenios atrás (casi como si fuera ayer) llegaron renovados sarmientos procedentes del Medio Oriente, a bordo de las naves fenicias, cartaginenses y griegas.

De manera que, en 218 AC, cuando los romanos ocuparon el territorio de la que llamaron Hispania, los locales ya eran expertos viticultores. Lo que sí hicieron los Césares fue propagar los cultivos hacia el norte peninsular, o sea, hacia lo que hoy es Castilla-León.

Durante la ocupación árabe, entre 711 y 1492, la vitivinicultura no mermó, porque los moros toleraron dicha práctica ancestral. Tal permisividad les permitió a los castellanos mantener viva la tradición.

Para el siglo XVII, cuando Valladolid fue la capital monárquica, Ribera del Duero ya ocupaba un lugar preponderante en la producción de buenos vinos. Parte del secreto era –y sigue siendo– la existencia de un clima continental extremo, que fluctúa, en los cortos meses de verano, entre las bajas temperaturas nocturnas y las altas temperaturas diurnas. Y durante los nueve meses invernales el termómetro está casi siempre bajo cero.

Tales condiciones reducen naturalmente los volúmenes de producción, pero, al mismo tiempo, aumentan la complejidad de las uvas, cediéndole al vino más estructura y potencia.

Para los viticultores y bodegueros de Ribera del Duero, esta ha sido la única forma de asumir el desafiante reto de sacarle a la tierra vinos tintos concentrados y a la vez frutados, con una exuberante sensación de elegancia y profundidad.

Uno de los hitos más sobresalientes en la zona se registró a mediados del siglo XIX, con el nacimiento, en 1860, de la célebre bodega Vega Sicilia. A esta casa la han secundado otros reconocidos establecimientos como Pesquera, Protos, Pingus, PradoRey, Viña Mayor, Pago de Capellanes, Matarromera, Torremolinos, Tionio, Emina, Portia, Villacreces y, últimamente, Dominio de Cair, Mauro, Garmón y Ébano.

Tras las guerras internas y las conflagraciones mundiales, muchos célebres viñedos se arrancaron en los últimos dos siglos para cederle el paso al cereal y a la remolacha, dos fuentes prioritarias de sustento y supervivencia. Por eso, muy pocas bodegas antiguas se mantuvieran en pie.

A tal punto que en 1980, cuando nació la Denominación de Origen, existían apenas doce empresas. Sin embargo, el renacimiento experimentado en las últimas décadas ha elevado el número a más de trescientas.

Los vinos de Ribera del Duero solamente pueden elaborarse con seis variedades autorizadas por el Consejo Regulador: la mayoritaria Tempranillo (o Tinta del País), así como Cabernet Sauvignon, Merlot, Malbec, Garnacha Tinta y la uva blanca Albillo.

Un punto digno de tener en cuenta es que, debido a los bajos rendimientos, los precios de los vinos de Ribera del Duero están por encima de los de sus competidores. Pero los aficionados están dispuestos a pagar más por cada botella como reconocimiento a su carácter único.

En lo histórico y cultural, el legado de Castilla-León no ha sido menor. Fue el muro de contención contra la invasión musulmana, y el punto de partida de la reconquista.

En el campo del saber, Salamanca ha sido sede, desde 1218, de la primera universidad de habla hispana. Y en Burgos, la fe cristiana inspiró la construcción de una de las catedrales más admiradas del mundo. Ni qué decir de la riqueza cultural y arquitectónica de Valladolid. Algunas figuras sobresalientes figuras incluyen a Isabel la Católica, Felipe II, Rodrigo Díaz de Vivar (El Cid), el poeta Jorge Manrique, San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Jesús.

 

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