Lo popular y lo vulgar

Tulio Elí Chinchilla
19 de abril de 2012 - 11:00 p. m.

SEGÚN DON JOSÉ ORTEGA Y GASSET, un signo de nuestro tiempo lo constituye el ascenso del “hombre-masa” al estatus de gran protagonista de la vida social y cultural (La rebelión de las masas, 1930). Pero en años recientes, algunas sociedades —Colombia entre ellas— acusan una versión más preocupante del fenómeno: la valorización de lo vulgar y su exaltación a canon estético, modelo de buen estilo o referente cultural.

En algún lamentable momento extraviamos el rumbo, nuestra búsqueda de formas refinadas y sofisticados goces culturales cedió ante la inclinación a sacralizar la ordinariez humana.

El romanticismo en boga durante gran parte del Siglo XIX enalteció al pueblo como fuente originaria de toda sabiduría, belleza y bondad. La mitificación de lo popular como algo valioso en sí mismo (por puro, sencillo y espontáneo) traduce la vieja creencia medieval de Vox populi, vox Dei. Visión y adagio éstos que encierran mucha verdad. García Lorca, al beber en el Cante Jondo, hizo patente que el alma popular —expresión de los románticos alemanes— alberga la más rica cantera de metáforas e ideas del lenguaje (llamar “alero” –dijo– a un ángulo del tejado es la más genial y refinada elaboración). Algo radicalmente distinto a reivindicar como paradigma estético la chabacanería, el hablar descuidado y obsceno y el mal gusto.

Mientras otrora el buen ejercicio de la radiodifusión se medía por la refinada dicción, la cuidadosa gramática y el impecable léxico (la licencia de locución exigía presentación de arduas pruebas en esa materia), hoy, en cambio, se conquistan audiencias mediante el uso de las palabras más soeces e impronunciables, chistes sexistas de doble sentido, el estilo patán extremo. Incluso en la academia se ha llegado a encomiar el empleo de una jerga vulgar como recurso pedagógico. ¿Qué tal el profesor dirigiéndose a sus alumnos con expresiones tales como “parcero, pa’las que sea”?

Al componer canciones, el acostumbrado esmero por un buen texto poético, tanto en las melodías tradicionales como en la balada pop, ha sido reemplazado por un repertorio de frases del peor gusto. Así, una melodía de género reguetón hoy de moda centra su letra en repetir cincuenta veces el estribillo “con ropa haciendo el amor”. Qué diferencia con compositores populares, huérfanos de toda escolaridad pero de refinada vocación literaria, tales como Juancho Polo Valencia con su Alicia adorada (“como Dios en la tierra no tiene amigos, como no tiene amigos anda en el aire”) y Lucero espiritual; o Leandro Díaz con su Diosa coronada (“cuando la diosa mueve el caderaje, se pone el rey más engreído”).

Siguiendo a Ortega y Gasset, el hombre selecto —de la minoría cultivada o del pueblo llano— es “el que se exige más que los demás”. La canonización de la vulgaridad va ligada al relajamiento facilista, a la dejadez degradante; es la renuncia del espíritu a elevarse, mediante la disciplina, a cimas más altas de perfección. Lo más grave de todo esto —sentencia el filósofo español— es que “el alma vulgar, sabiéndose vulgar, tiene el denuedo de afirmar el derecho de la vulgaridad y lo impone dondequiera” (Primera parte, I).

 

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