Atalaya

“Lo que no tiene nombre”

Juan David Zuloaga D.
07 de noviembre de 2019 - 05:00 a. m.

El libro habla del suicidio de su hijo; es un testimonio honesto y valiente sobre lo inexplicable, sobre lo que sobrepasa el lenguaje, sobre lo que acontece en el silencio del corazón una vez las razones y las palabras dejan de operar.

Para quienes quedan tampoco viene el lenguaje en su ayuda, a brindar explicación o a otorgar consuelo. Y sin embargo, como intento desesperado de buscar consuelo y encontrar un porqué, escribió Piedad Bonnett este libro sincero y conmovedor.

La tercera parte del libro se titula “La cuarta pared”. Tras el suceso luctuoso que ocurrió en Nueva York mientras su hijo Daniel cursaba una maestría en administración, se puso a la tarea de intentar comprender lo ocurrido leyendo la literatura médica sobre fenómeno tan inexplicable y, por desgracia, tan frecuente en nuestro tiempo. Entrevistándose con psicólogos y psiquiatras que, a lo largo de su enfermedad, trataron a su hijo, Bonnett aprende sobre la “tormenta perfecta” que potencia el acto suicida, en el cual confluyen un factor físico, uno subjetivo y uno social. Aprende también de la llamada “cuarta pared”. Se trata de un último muro que viene a enclaustrar al enfermo, esta vez sin salida posible, dentro de las cuatro paredes de la desesperación y del silencio. Esta es la depresión.

La narración de los acontecimientos, con toda su desasosegada valentía, da la impresión, sin embargo, de transcurrir como dentro de un fanal. El mundo se ve –allá lejos– extraño, mudo, distante; el mundo sigue su curso con sus afanes cotidianos y sus ajetreos ridículos. Y a quien se encuentra en ese estado de postración nada lo toca ni nada puede abrazarlo. Ese es el dolor.

Por las páginas desfilan familiares y amigos que constituían el universo vital de su hijo, sí, pero pasan como los personajes que en el escenario de un teatro tienen marcado de antemano su argumento, y a quienes encima los signa un destino siniestro. Se lee con amargura el desenlace de la historia (que conoce el lector desde la primera página); se ve a familiares y amigos circundando a Daniel, rodeándolo con todo el afecto que pueden y que saben, pero nada ni nadie puede cambiar ese sino fatídico –y su madre lo sabía– que es el del suicida. Toda la narración se nos aparece nimbada por una atmósfera desolada, orlada por el más inenarrable silencio; como si se tratara de un sueño, de una pesadilla. Teatro cruel de hechos luctuosos, inamovibles, irreparables. Como si se apreciaran desde afuera; viendo una película ya filmada, de espanto. Ese es el absurdo.

La página postrera, escrita con los últimos arrestos que aún le quedaban a la autora, es a un tiempo declaración de intenciones y lamento conmovedor. Y nada más. Pero quien ha sufrido la depresión y los crudos embates del dolor, quien ha sido presa de la desesperación sabe que no es poco.

Ese puente de empatía, ese lazo de salvación, ese intento de comprensión es una de las fuerzas de la literatura y una de las tareas más nobles de la doliente humanidad.

atalaya.espectador@gmail.com, @Los_atalayas

 

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