Lo que revive, lo que desaparece

Piedad Bonnett
02 de febrero de 2020 - 05:00 a. m.

Hace unos años todo parecía indicar que el objeto libro estaba en peligro de extinción, arrasado por lo digital y por innovaciones como el Kindle, que crearon un momentáneo entusiasmo entre los lectores. Por fortuna, este escenario apocalíptico no se consumó, hoy en día el mercado de libros impresos ha tenido un significativo repunte y muchas librerías que estuvieron en declive revivieron, mientras que cada día aparecen otras con propuestas novedosas.

Las razones son muchas, pero se sintetizan en una frase: la experiencia que proporciona una librería es insustituible. Aunque no hay por qué despreciar los nuevos formatos, estos tienen desventajas. “No somos capaces de recordar con la misma precisión lo que leímos en papel y lo que leímos en e-book”, afirma el escritor Jorge Carrión en su delicioso libro Contra Amazon. Pero, además, una librería es un lugar de encuentros, azares, pequeños milagros que no se darían jamás en el mundo digital. Al contrario de la experiencia fría en ese “hipermercado que es Amazon”, que según análisis de Carrión “ha eliminado progresivamente el factor humano”, en la librería podemos tocar los libros, acariciar el papel, rendirnos a las evocaciones del olor a tinta, admirar el diseño y las ilustraciones, y además tomarnos un café o encontrarnos con un escritor o tener fructíferas conversaciones con el librero. Que cuando es bueno es siempre promotor de valiosos hallazgos y revelaciones. Una librería dinámica puede también ofrecer conferencias, lanzamientos de libros, espacios de iniciación de los niños en la lectura y hasta conciertos. Pero lo fundamental es que es un lugar donde podemos —por un título, por una contratapa, por una línea inicial o una página abierta al azar— antojarnos de libros desconocidos, que ni siquiera sabíamos que existían. Entrar en una librería a buscar un regalo será siempre una aventura, una investigación, un aprendizaje. Y, por si fuera poco, como dice Carrión, “la librería te regala el recuerdo de la compra”.

Infortunadamente, no han tenido la misma suerte las tiendas de música, de las que solo quedan unas poquísimas, o bien excéntricas o tristemente ralas. Porque el CD sí parece ser un objeto en extinción. Cuando le digo a mi hija, que vive en una gran metrópoli, que si ve el último cedé de Nick Cave me lo compre, ella me contesta, rotunda: “Eso ya no se ve, habría que encargarlo”. Y yo, que trato de evitar ese sentimiento pernicioso que es la nostalgia, siento que algo muy importante se ha perdido: el rito de entrar a la tienda de música, dejarse tentar por las distintas versiones de una pieza musical, por la curiosidad que suscita un nombre o por lo que suena en el altavoz. Tal vez, dirán algunos, sea apenas que envejezco. En todo caso, esa carencia me priva del gusto de regalar música, de escoger algo que estábamos seguros que le gustaría al hermano, al amigo, a la pareja, para sorprenderlo, o de oírlo yo misma en un equipo de alta fidelidad. Pero como nada es imposible, no pierdo la esperanza de que, como en el caso del libro, esta manera de acceder a la música vuelva algún día a convivir con las nuevas posibilidades, con las que no tiene —ni más faltaba— por qué reñir.

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