Me encuentro concentrada escribiendo un texto que iba a ser el original de esta columna cuando empieza a sonar insistente un pitido mi teléfono, son las notificaciones instantáneas de mi mensajería de WhatsApp. Tomo el celular, reviso y de pronto empiezan a desfilar frente a mi pantalla imágenes que bien pudieron ser filmadas en cualquier año entre 1990 y 2008: personas que corren con maletas en un brazo e hijos en el otro, encorvando un poco el cuerpo para que las balas que silban por encima no los tomen por blanco y los perforen; civiles que huyen, que se desplazan a la fuerza para no morir en medio de un un combate entre ilegales que tomaron los árboles de la plaza central del pueblo como trinchera; caravanas lideradas por viejos camiones de estacas, con campesinado a bordo, y motociclistas —campesinos también— que ondean banderas totalmente blancas pidiendo con este gesto —o grito silencioso— que cese el fuego o que les dejen abandonar los pueblos (los corregimientos, las veredas) con vida; los restos y los heridos que dejó una bomba que explotó frente a una alcaldía de un pueblo abandonado por el Estado, ese Estado tan céntrico, tan capitalino; y, finamente, cadáveres, cuerpos asesinados a tiros y abandonados en alguna carretera de una zona rural colombiana. ¿Pero cuál fue la paz que se firmó en Colombia si volvimos a las imágenes —ahora actuales— de la antigua guerra?
Reviso las redes sociales para ver cómo interpreta la opinión pública la guerra que hace más de una año está azotando al norte del Cauca y, de pronto, veo que una colega, a quien admiro un montón, escribe: “Estamos tan bien de seguridad en el gobierno de Iván Duque, que los periodistas otra vez dejamos lo importante por ir a cubrir la explosión de un carro bomba frente a la alcaldía de Corinto, Cauca”. Entonces sus letras me llevan a una profunda reflexión: ¿Qué es “lo importante” para el periodismo? Tal vez es porque me hallo fuera de allí, pero la violencia en mi país toma otra dimensión, una más alarmante: ¿Tendremos tan interiorizado, tan asumido como normal, vivir con el plomo, la metralla, el estallido de la dinamita como telón de fondo, que una bomba en el casco urbano de un pueblo rural que deja civiles heridos nos parece sí urgente pero no importante?
Cuando replico a mi colega y le digo que difiero con su punto de vista, esta me explica: «Me refiero a la violencia. Podríamos estar hablando de las condiciones de calidad de vida, del medio ambiente y de movilizaciones sociales en el Cauca. Pero la violencia eclipsa la agenda». Y pienso que tiene razón. Pero lo cierto es que desde antes del atentado —y de las muchas masacres que ya ha acumulado el Cauca desde finales del año pasado— el periodismo tampoco tenía en su “agenda”, por lo menos no de manera constante, lo que pasa en las regiones.
A la zona rural de Colombia le ha fallado la seguridad que debe garantizar el Estado pero también el periodismo. Sus comunidades llevan más de una año gritando por ayuda pero no pasamos de la indignación inmediata en redes sociales, y aunque hay iniciativas de comunicación que intentan poner en escena lo que acontece en la ruralidad, son pocas y no son suficientes. La guerra se recicla; los campesinos siguen huyendo, desplazándose forzadamente de sus territorios ; y los periodistas, un poco desde el escritorio, seguimos pensando que lo urgente y lo importante no tienen correlación.