Los bonos del agua

Tatiana Acevedo Guerrero
22 de septiembre de 2018 - 05:30 p. m.

Que municipios usen préstamos de particulares para construir infraestructura de agua no tiene nada de nuevo. En Colombia este tipo de endeudamiento (con intereses frecuentemente altos) es casi tan viejo como las ciudades. En la Bogotá de 1910 aumentaban las demandas de agua y, con el fin de extender redes hacia los nuevos barrios obreros, se inició un proceso de municipalización del acueducto existente que era privado. La Ley 4 de 1913 otorgó a los concejos municipales la autoridad para “crear empresas para la de servicios públicos”. La ley era, sin embargo, quimera, ya que la mayoría de los municipios carecían de los recursos para comprar los acueductos privados existentes. Bogotá, que contaba con fondos públicos insuficientes, solicitó un préstamo al Banco Hipotecario de Colombia. Ante los flojos fondos invertidos por el Estado en la construcción de redes de acueducto, Bogotá, Medellín y Barranquilla financiaron su infraestructura con empréstitos nacionales e internacionales. Esto, combinado con una regulación nacional limitada, dejó a las ciudades en libertad para decidir sobre su infraestructura (y endeudarse).

Los debates sobre la creación de corporaciones de servicios públicos, manejadas de manera técnica, con el fin de hacerlas rentables, se relacionan en el mundo con la introducción de políticas neoliberales en los 80 y 90. No obstante, en Colombia este debate data de comienzos del siglo XX. Se hizo entonces hincapié en proteger a las empresas de servicios públicos de la corrupción del gobierno local haciéndolas autónomas a través de juntas directivas conformadas por ingenieros y personas varias, en general ajenas al baile del bipartidismo. Los bancos, preocupados por el pago de la deuda, idearon todo tipo de requisitos para los desembolsos (como avances substanciales en las obras). Concejales, gerentes e ingenieros a cargo de las obras fueron conscientes de la necesidad de cuidar la plata, para poder extender las redes y construir ciudades. La eficiencia de las empresas no supuso el abandono de ideales de justicia social. Por el contrario, herramientas como la instalación de medidores y de tarifas basadas en el consumo de sectores de mayores recursos, permitieron extender la infraestructura a los barrios desconectados. Son también de aquella época inventos nacionales fascinantes como los subsidios cruzados, que decretaron la solidaridad en un momento (como el de ahora) de desigualdades grandes y tributación escasa.

En 1985, Barranquilla hizo un préstamo con el Banco Mundial para extender redes de agua. El préstamo se malgastó: algunos fondos y tuberías fueron usados en la compra de votos. Se importaron 50 mil medidores de agua que, por presión del sector industrial y comercial, nunca se instalaron. Muchos de los materiales y equipos comprados como parte del proyecto fueron almacenados y olvidados como consecuencia de la mundana incapacidad institucional de la ciudad. Ante el fracaso del proyecto, el gobierno de Gaviria pagó el préstamo para evitar multas del Banco Mundial. En su informe sobre el cierre del proyecto, el banco concluyó que el proyecto fue “un fracaso sorprendente”. El gobierno central respondió con una enérgica carta criticando los procedimientos de evaluación de riesgos y solicitando que el banco modificara su protocolo para el pago de fondos mediante el establecimiento de unas “condiciones para el desembolso del préstamo en cuotas, dependiendo del progreso del proyecto”. Funcionarios insinuaron cierta mala fe por parte del Banco Mundial, que entregó millonarias sumas sin monitorear el proyecto.

Todas estas anécdotas reposan en la caja de la historia nacional: debates sobre cómo llevar agua a los barrios en ausencia de fondos. Cómo conseguir préstamos y usarlos con cuidado. Cómo extender redes, forzando la solidaridad entre clases sociales. Reposa también el conocimiento, basado en la experiencia, de que los desembolsos sin condiciones fomentan la corrupción y el despilfarro. En los bonos del agua del ministro Carrasquilla, que tienen desastrosas consecuencias en la cotidianidad de tantos municipios, podemos ver distintos factores combinados. El uso de fondos para el agua en campañas políticas y el robo desaforado de políticos profesionales; la falta de capacidad institucional de los municipios, la mala fe de quienes diseñaron el préstamo sin condiciones para la finalización de las obras. Pero sobre todo, y a diferencia del legado de los veinte, los bonos del agua apuntan a la falta de imaginación a la hora de diseñar políticas públicas. A cierta pereza de los tecnócratas. A la desidia de lo público.

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