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Los carros, ay, los carros

Lorenzo Madrigal
14 de julio de 2013 - 10:00 p. m.

Los carros nuestros son los coches que llaman en Madrid.

Hay quienes son extremadamente aficionados a los carros. Y no necesariamente por ostentación. Es que el automóvil es una prodigiosa invención humana y podría decirse que así como Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza, el hombre fabricó el automóvil como un remedo de sí mismo.

Los coches se desplazan, principalmente; tienen bríos, ojos, se bañan, tienen averías y van a la clínica. La mayoría canta y comenta las noticias y en la noche parecen dormir. Son nobles y serviciales y algunos han merecido el calificativo de “amigo fiel”. Se les quiere y, en su destrucción total, van al cementerio.

El ser humano necesitó desplazarse a mayor velocidad que sus pies y empleó para ello el caballo, desde siempre; algo que flotara sobre los ríos y los mares, la rueda en tierra firme y en la plenitud de los tiempos, el aire. Orgullo para un ser tan vanidoso como el hombre, fueron las cabalgaduras excelsas o los carruajes triunfales de un solo eje, como el del auriga de Delfos. Las ruedas con cabina, tiradas por caballos, mostraron todas las gamas del lujo, así como las de la sencillez. Desde un landó o una Victoria a un carro de bestia, como los que reemplazan ahora en Bogotá por una “máquina” moderna, dicho a la manera del Santo Padre.

Y a eso venía. Francisco ya no usará papamóviles lujosos ni tampoco los autos especiales del tipo limusina, fabricados para los papas por las grandes marcas. Imagino que los que hasta ayer se usaron irán a parar a los museos vaticanos, donde se ven bellezas del pasado. Ya tampoco llegarán cardenales a los patios de la Sede Apostólica en autos deslumbrantes.

Me pregunto ociosamente en qué se movería el señor Jesucristo, de vivir en esta época, en aras de encabezar una manifestación como la del domingo de ramos. No montaría otra vez en un pollino, evocación sentimental, propia del pesebre, cosa que él no haría.

Para poder ver a Jesús, debería ir en un descapotable, no por obligación Mercedes ni BM, ni Camaro. Los bomberos tal vez le suministrarían algún transporte destapado, pues la multitud se agolparía a su paso. O un papamóvil, en previsión de un atentado, no previsto por el profeta Isaías.

Los tiempos cambian y el automóvil es del todo necesario. A veces es bueno ver a los líderes en autos de alguna distinción. Son parte de su decoro, sin exagerar. Clemente Mícara, el primer cardenal que visitaba Colombia (y aquello era un espectáculo, pues estábamos lejos de tener uno), se movió por Medellín en un lujoso auto, quizás el mismo Cadillac 42, que le prestaban al presidente Ospina Pérez para su permanencia en la ciudad, al borde de cuyo estribo Lorenzo niño se asomaba a ver la cabeza plateada del mandatario antioqueño. Desde entonces Lorenzo amó los carros y no lo deslumbró el esplendor de los grandes del mundo.

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