Los chalecos amarillos

Daniel Emilio Rojas Castro
11 de diciembre de 2018 - 05:00 a. m.

Los chalecos amarillos franceses no son la premisa de una transformación social revolucionaria ni un actor político trascendente.

Poseen un apoyo popular amplio (cerca de dos tercios de la población), pero no representan a un grupo económico particular ni enarbolan un proyecto concreto. Su detonante inmediato fue el aumento de los precios de la gasolina (una decisión impopular pero necesaria de la transición energética) y la caída progresiva del poder adquisitivo (un factor estructural para una potencia que se enfrenta día a día al desmantelamiento de su parque industrial).

Se trata de un movimiento de protesta que reúne a unas 10.000 personas conectadas a través de las redes sociales y que rechaza las reivindicaciones y la organización del movimiento sindical y obrero tradicional. Sus preocupaciones no son el Estado laico, el lugar del islam, la inmigración, el presupuesto para la educación o la cantidad de funcionarios públicos. Conjugan un mosaico de exigencias como la dimisión del presidente Macron, el regreso de un militar al poder (el prestigioso general Du Villiers), el cierre del parlamento y algunas demandas xenófobas y racistas (minoritarias y aisladas, cierto, pero latentes). Su originalidad reside más en la espontaneidad y en el rechazo de los métodos tradicionales de la concertación social que en la coherencia de sus exigencias a mediano y largo plazo. 

Para entender a los chalecos amarillos debe pensarse en la crisis de representatividad y en las nuevas formas de expresión política que están surgiendo en Europa. La llegada del presidente Macron al poder marcó el fin del sistema de partidos francés, tal como había funcionado desde la fundación de la Quinta República en 1958. La desconfianza hacia los partidos tradicionales sumada a la impopularidad reciente de En Marcha (partido del gobierno) han hecho que el descontento social no pueda canalizarse por la vía parlamentaria. De hecho, y de manera bastante sorprendente, hasta el día de hoy no se ha radicado ninguna iniciativa legislativa que represente realmente las exigencias de este espontáneo y multiforme movimiento. ¿Cómo traducir esas exigencias al lenguaje político de un país en cual la formalidad institucional y administrativa es la regla?

Los chalecos amarillos tienen razón al denunciar la distancia entre las élites políticas y económicas y el resto de la población. Tienen razón al oponerse a la arrogancia de un poder que rechaza a la Francia periférica y rural el derecho de decidir sobre su propio futuro. Pero esas denuncias no son nuevas y salir a las calles no es suficiente para obtenerlas. ¿Deberán los chalecos amarillos aceptar el nombramiento de líderes capaces de negociar con el gobierno?

Para apaciguar los ánimos, el gobierno francés decidió diferir la aplicación del impuesto sobre la gasolina, renunciando así a los dos millares de euros que iban destinarse a la transición energética, transición que, paradójicamente, los chalecos amarillos también exigen. El riesgo de esta decisión de política interna es inmenso, pues pone en duda la estrategia política con la que Macron fue elegido y los compromisos climáticos de los franceses tras la COP21 de París.

 

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