Los cómplices pasivos

Arturo Charria
25 de octubre de 2018 - 05:00 a. m.

Hay superficies que nos reflejan mejor que los espejos: un río, la ventana de un carro o una pantalla que se apaga. En ellas vemos aquello que evitamos mirar o que se nos escapa; detalles que parecen insignificantes pero ocultan profundas enfermedades. A veces, esas superficies en que nos vemos tienen la forma de un libro o una película y, en lugar de reflejar nuestra situación inmediata, anticipan aquello que está por venir.

Este es el caso de la película chilena Los perros, en donde el reflejo del futuro cercano de Colombia brilla por todas partes. En la película se muestra a una sociedad incapaz de vivir con su pasado, pues ante la imposibilidad de dar un cierre a los crímenes cometidos durante la dictadura de Augusto Pinochet, el odio, la rabia y la frustración siguen vivos y se transmiten entre generaciones. Bien conocido es el caso de las abuelas de la Plaza de Mayo que en Argentina aún buscan a sus nietos o el de España, en donde los nietos reclaman los cuerpos de sus abuelos. En ambos países han pasado casi 40 años desde el fin de las dictaduras.

En el caso colombiano apenas estamos comenzando esa confusa transición que hemos llamado “posconflicto”. A diferencia de Chile, Argentina o España, nuestra guerra no termina con un gran salvoconducto para los perpetradores, sino con un Sistema Integral que busca establecer sanciones para los máximos responsables y conocer la dimensión de los hechos ocurridos durante el conflicto. En este sistema está la Comisión de la Verdad y la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), entidades importantes en el presente y necesarias en el futuro inmediato, ese que parece distante por estar a una o dos décadas de distancia.

En la película chilena, un profesor de equitación, que fue coronel durante la dictadura, espera impasible su condena por crímenes de lesa humanidad. Un viejo terrateniente, que fue cómplice de los crímenes cometidos por el coronel, se siente intocable. En una de las escenas, la cámara graba una larga conversación entre el terrateniente y su hija, sobre una mesa se ve a éste de joven estrechando la mano de Pinochet. Esa imagen contiene la tensión de la película: ¿qué hacer con esos terceros que se beneficiaron y fueron cómplices de crímenes de lesa humanidad?, ¿quiénes son y cuál fue el papel que desempeñaron esos “cómplices pasivos”?

Cuando se diseñó la JEP, se estableció la importancia de investigar y sancionar la relación entre los terceros responsables y su papel en el conflicto armado, relación con una difusa frontera entre víctimas y cómplices. Sin embargo, entre las primeras modificaciones que sufrió esta institución estuvo impedir que esos terceros responsables o “cómplices pasivos” fueran llamados a declarar, dejando una insulsa posibilidad: que se presenten de manera voluntaria. De igual manera, en el Congreso se aprobó un trato diferencial para los miembros de la Fuerza Pública que cometieron crímenes durante el conflicto armado, a través de una sala especial para su juzgamiento. Esta posibilidad está a la espera de aprobación o negación de la Corte Constitucional.

La película chilena tiene como protagonista a la hija del viejo terrateniente; ella toma clases de equitación con el coronel que espera su sentencia. La mujer indaga, más por curiosidad que por un deseo de conocer la verdad, en el pasado de los dos hombres. Sabe que ambos son responsables de crímenes atroces, pero no parece importarle. Todo transcurre entre el silencio de una sociedad que cree haber superado el pasado, pero, al igual que ocurrirá en Colombia, éste vuelve para reclamar verdad y justicia. Hacia el final de la película, una multitud indignada pega carteles frente a la casa del coronel con la palabra “Asesino”, mientras por un megáfono alguien grita: “Alerta. Alerta. Alerta, vecino, que al lado de su casa vive un asesino”. Estas expresiones evidencian la frustración de una sociedad que siente su presente inconcluso y, sobre todo, el dolor de una herida que parece no cerrarse nunca.

 

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